Dice un adagio que el pueblo que no conoce su historia, está condenado a repetirla, el problema no resuelto aún es cuál es la historia que deben conocer los pueblos. Ahora mismo se ha abierto un gran debate porque el Ejército Nacional de Colombia decidió unificar su narrativa del conflicto armado interno o de la amenaza narcoterrorista contra el país, dependiendo del ángulo de la mirada; pero cada sector político, cada gremio, cada organización política o social o cultural tiene la suya propia y a dentelladas quiere imponerla como verdad única para explicar nuestra azarosa suerte como nación, como quedó a la vista con la oscurantista misiva de un grupo de “historiadores” de la Universidad Nacional que quiso vetar el nombramiento de Rubén Darío Acevedo Carmona como director del Centro Nacional de Memoria Histórica.
En Colombia, como en toda Latinoamérica, hay demasiados inquisidores de la historia y muy pocos historiadores; quienes se dedican a recopilarla o escribirla lo hacen desde su propia visión ideológica y tildan de herejía digna de la hoguera cualquier otra apreciación; por eso es grato compartir con Acevedo Carmona su apreciación de que la historia no puede ser la verdad del gobierno, ni la de la clase política o los sectores sociales y económicos poderosos, como tampoco la de la oposición de izquierda o las guerrillas, la historia debe ser una construcción colectiva que nos explique el transcurrir de la patria.
Por eso la Historia Patria (no oficial), de Fabio Rubiano (con un elenco estelar del que hacen parte Ariel Merchán, Carlos Mario Valencia, Javier Riveros, Iván Jara, Manuel Diaza, Cristina Umaña, Marcela Valencia, Juanita Cetina y Liliana Escobar y el mismo Rubiano), llega como un bálsamo irreverente en esta celebración del bicentenario de la independencia como república (de la Batalla de Boyacá del 7 de agosto de 1819, que selló la gesta iniciada el 20 de julio de 1810), para contar cómo se vivió el “grito de independencia” en las gentes que no se mencionan en los libros sagrados de nuestra historia.
La obra que recomiendo ver es una coproducción entre Teatro Petra y el Teatro Colsubsidio, en la que no tienen espacio los próceres reconocidos sino los santafereños desconocidos, que de una u otra manera fueron parte de los sucesos vividos en torno a un florero y el deseo de defender el reinado de Fernando VII (recuérdese que España era gobernada entonces por el hermano de Napoleón Bonaparte, el tristemente célebre Pepe Botellas), como quedó consignado en el Acta de Independencia suscrita ese día y la petición expresa de José Acevedo y Gómez “quien planteó que el Supremo Gobierno del Reino debía contar con la autoridad del Virrey Antonio Amar y Borbón. De tal manera que el representante del rey en el Nuevo Reino de Granada fue ungido como presidente de la Junta de Gobierno, por petición de alguien convertido por la historiografía tradicional en una especie de tribuno del pueblo, y quien, supuestamente, lanzara el grito de independencia” (El 20 de julio no puede ser el día de la independencia).
En el acta del 20 de julio de 1810 no consta ningún grito de independencia absoluta, pero si se expresa varias veces la fidelidad al rey Fernando VII o, en su defecto (y por ausencia momentánea del monarca), la sujeción del nuevo gobierno a la Junta de Regencia, que gobernaba a nombre del rey. Es decir, la Junta de Santa Fe se definió por la línea de la mayor autonomía relativa, pero manteniendo inalterada la dependencia de la metrópoli. Lo ocurrido allí fue muy distinto a lo que sucedió en otros territorios que plantearon de inmediato la independencia absoluta, como lo hizo Mompox (6 de agosto de 1810) o Cartagena (Acta del 11 de noviembre de 1811).
Es la “narrativa histórica” de finales del siglo XIX, la que convertirá esta fecha en la épica jornada de la rebelión neogranadina que nos han contado y que tiene que ver “con el predominio político de las élites bogotanas. Se definió a Bogotá como el epicentro de la independencia nacional y se elaboró la celebración teniendo en cuenta su peso político y su historia como capital del Virreinato y de la república” (Milton Zamora. Ob.cit.)
Según el historiador colombiano Germán Mejía: "El 20 de julio es un movimiento bogotano, local, que consistía en definir lo que iba a ser el territorio de la Nueva Granada. Es el triunfo del centralismo sobre la realidad de las provincias de principios del siglo XIX. Los criollos tuvieron el papel de construir la primera República. El 20 de julio que nosotros entendemos hoy en día es el fabricado a finales del siglo XIX y no lo que sucedió a comienzos de este siglo" (Reseña Histórica del 20 de julio de 1810-Independencia de Colombia).
Ese relato nos confirma que la historia es un compendio de mentiras bien contadas, dependiendo de quien las escriba; es la “visión políticamente correcta, aquella que celebra la historia como si no tuviera manchas”, como bien podrían explicarlo Medófilo Medina y los inquisidores de la U. Nacional, que nos tienen convencidos que la tragedia del Palacio de Justicia de 1985 no fue el efecto de la toma a sangre y fuego del M-19, sino del desalojo que hizo el Ejército Nacional de los asaltantes, por eso en el altar de esa historia se sacrifica a los Generales que dirigieron la recuperación del Palacio, mientras los autores de la matanza gozan de buen salud política y social.
Para gozarse la obra de Rubiano hay que ubicarse en el contexto histórico y sociogeográfico de la Bogotá de esa fecha; Santa Fe de Bogotá tenía entre 25.000 y 30.000 habitantes, la bañaban cuatro ríos: Fucha, San Francisco, Arzobispo y San Agustín; dos quebradas, Las Delicias y La Vieja; y cuatro chorros, Belén, Fiscal, Botellas y Padilla. Apenas se estaban terminando las obras de reconstrucción por el terremoto del 16 de junio de 1805 que destruyó el 25% de la ciudad, que tenía unas 200 manzanas en las que abundaban los perros, no había acueducto ni alcantarillado y estaban divididas en ocho barrios, cada uno con su alcalde, así: La Catedral, del Príncipe, del Palacio, San Jorge, Las Nieves Oriental, Las Nieves Occidental, San Victorino y Santa Bárbara (en el centro de la actual ciudad); con el tiempo, los dos primeros tomaron el nombre de La Candelaria. No existían barrios linajudos, pero la gente de algún dinero se concentraba en la Calle Real, la única con construcciones de dos pisos, al pie de la plaza de las hierbas (actual parque de Santander) o cerca de la plaza mayor (La independencia en Bogotá).
El 20 de julio de 1810 era día de mercado en la Plaza Principal, en cuyo centro había una fuente con una figura que se pretendió fuera san Juan Bautista, pero que la gente llamó “el mono de la pila”, quitado años más tarde para colocar a Bolívar y llevado al hoy Museo de Arte Colonial; la unidad monetaria era el castellano de oro y el peso dividido en ocho reales. Además, había onzas, escudos y doblones. Las gentes se divertían fumando tabaco y jugando naipes; la bebida tradicional era el chocolate, cambiado por el café cuando llegó la Legión Británica; casi el 60% de la población estaba formado por mujeres; la ciudad la resguardaban muy pocas tropas, tenía dos mil casas y contaba con 28 iglesias (Ob.cit.).
A raíz de las reuniones del 6 y 11 de septiembre de 1809, convocadas por el virrey Amar para estudiar la situación de Quito, se abrieron causas secretas por desafección al régimen contra José Acevedo y Gómez, Camilo Torres, Frutos Joaquín Gutiérrez, José María del Castillo y Rada, Gregorio Gutiérrez Moreno, Andrés Rosillo, Manuel Pombo, Tomás Tenorio, Antonio Gallardo, Nicolás Mauricio Omaña, Pablo Plata y Luis de Ayala; el 21 de enero se trajo preso al magistral Andrés María Rosillo y Meruelo. La Audiencia pretendió derrocar al virrey Amar y reemplazarlo por el teniente del rey, Blas de Soria, y le abrió causa secreta que no se siguió porque las circunstancias señalaban el peligro que una acción de ese tipo podría significar para la vida institucional del Nuevo Reino y su posible desestabilización a favor de quienes conspiraban en la sombra. Luego fue el alzamiento de Salgar, Rosillo y Cadena en los Llanos, siguió la reyerta de Ignacio de Herrera contra el alférez real Bernardo Gutiérrez y los documentos “Memorial de Agravios” de Camilo Torres y el “Manifiesto de un americano imparcial” de Ignacio de Herrera. El plato estaba servido, sólo faltaba encender la mecha; los patriotas se reunieron en el Observatorio Astronómico que dirigía Caldas y prepararon minuciosamente el libreto que debían cumplir al día siguiente y pusieron como chivo expiatorio a un español bocón que tenía una tienda en una esquina de la plaza principal, don José González Llorente. Así comenzó la historia (Ob.cit.).
Y es en esa historia es donde juega su papel el protagonista de la Historia Patria (no oficial), don José de Antúnez, quien planeó la trampa para tumbar el florero de Llorente e iniciar la revolución en contra de la corona española. Un ciudadano común y corriente que renunció a ser parte de la historia, porque asuntos más terrenos lo ataron al olvido que arropa a los que hacen las revoluciones, ya que la gloria sólo es exclusiva para quienes firman como dirigentes. Esta es su historia como prócer que hoy nos trae El Espectador en el teclado magistral de Laura Camila Arévalo Domínguez (Fuimos y somos expertos en hacernos los pendejos).
El 20 de julio de 1810 se levantó muy temprano, seguramente no se bañó, los revolucionarios colombianos tienen una pelea histórica casada con la ducha, pero sí se vistió para la ocasión, aunque solo pudiera elegir entre dos vestidos que guardaba en su armario.
Caminando hacia el lugar en el que se encontraría con los demás, pasó por el balcón de doña Ángeles Martínez de Ponce, una española casada con don Servido Arboleda. Ella, que estaba asomada, lo saludó y lo invitó a subir.
Antúnez subió, cruzó dos o tres palabras con ella y después terminó en su cama. Rápidamente olvidó la independencia y se quitó el vestido que había elegido para pasar a la historia. Sí recordó que tenía otro compromiso un poco más importante, pero doña Ángeles le dijo que no la podía dejar así, que además estaba sola, que ya iría al día siguiente.
Él se quedó. Fue así como uno de los cerebros de aquel plan que supuestamente liberó a Colombia del yugo español, no firmó ningún acta ni fue recordado como héroe. No hizo parte de la Junta de Gobierno y tampoco fue uno de los nuevos dirigentes que se quedaron con el poder.
Mejor no les cuento más, vayan a ver la obra, van a gozarla y de paso ayudan económicamente a nuestros teatreros marginados del poder económico.