Hace más de dos décadas, como corresponsal de El Espectador en el Chocó, recorrí palmo a palmo los pueblos del resguardo del Alto Andágueda, en la región de Dabaibe, en los límites del Chocó, Antioquia y Risaralda. Un viaje de más de veinte días por las inhóspitas selvas del sur del Chocó, esas vivencias y los testimonios de algunos sobrevivientes, al igual que la lectura de una serie de documentos sobre el desarrollo de los conflictos por la supremacía en la extracción del oro en la región, son entre otras, son las fuentes que tengo para escribir este reportaje sobre la guerra del oro, en Dabaibe, en Bagadó, en el sur del Chocó.
De hecho, lo que ocurrió con el desplazamiento de varios indígenas a Bogotá, Medellín y Pereira, huyendo de la violencia y el hambre y, desde luego, dedicados a la mendicidad y sus retornos cargados de promesas sobre ayuda alimentaria, atención en salud, construcción de escuela y apoyo para proyectos productivos no es un asunto nuevo, ni es una cuestión sorprendente, sino una historia recurrente en las últimas tres décadas.
Porque los problemas de desarraigos, de crímenes, las muertes por hambre y desnutrición; así como la presencia de grupos armados son hechos cotidianos en la región. Tampoco, es una novedad las restricciones del tránsito por los caminos y el ingreso de alimentos, es una quimera que se repite recurrentemente, igualmente con periodicidad en la medida que se recrudecen los problemas de orden público en diferentes etapas históricas y fueron vedas que se sufrieron mayor intensidad durante la guerra del oro.
Inicialmente, los obstáculos fueron impuestos a finales de la década del setenta por la familia de Ricardo Escobar, con el apoyo de las Fuerzas Militares para combatir a los indios, luego a principio de los ochenta por el Ejército y la Policía para diezmar al M-19, el EPL y el ELN y por último a finales de los años ochenta y a comienzo de los noventa por los mismos indígenas de los bandos en disputa, en todos los casos se utilizó ese diabólico método como instrumento de guerra para aniquilar a los adversarios. Hace cinco años las Fuerzas Militares, también aplicaron con crueldades similares procedimientos para repeler y cerrar los corredores estratégicos de movilidad a las FARC y las Águilas Negras.
El balance de 15 años de la guerra de oro, fue el de una región diezmada y desolada. La guerra dejo hambre, muerte, devastación y desarraigo. Y lo más lamentable, las ganancias de la bonanza del oro se dilapidaron en compra de armas, en la adquisición de cachivaches de poca utilidad y en profundizar un conflicto que sepultó más a los indios en la pobreza y la miseria. Las secuelas de la guerra siguen latente y es un lastre que no ha sido superado. Por ende, la mayoría de la población se está muriendo de hambre.
Las muertes de niños por desnutrición en el Chocó, es una situación dramática y más crítica en los resguardos indígenas, en donde en los últimos dos años han más de 100 niños indígenas. Los desplazamientos a las ciudades huyendo del hambre y los retornos, cargados de ofrecimientos sobre entrega de alimentos, atención en salud, construcciones de escuelas y apoyo para proyectos productivos, es una cuestión repetitiva y dichas promesas hicier0n parte del programa de pacificación.
Desde la firma de la paz, pocos avances se han logrado en la implementación de políticas agrícolas y pecuarias que verdaderamente resuelvan los problemas de escasez de alimentos. Un dilema que no se soluciona con planes temporales de donación de comida, porque los programas de entrega de sustentos, después de la guerra no han hecho otra cosa, que fomentar una cultura de mendicidad en los nativos.
Por eso han sido frecuentes los desplazamientos a ciudades como Bogotá, Medellín, y Pereira, en donde las mujeres y los niños piden limosnas en los andenes, mientras que los hombres se embriagan con las limosnas recaudadas. No es un fenómeno nuevo, sino recurrente.
Más allá del inmediatismo de una política de caridad, lo que se requiere, es que si en realidad el Estado quiere solucionar de raíz los problemas de hambre y miseria en la región, debe desarrollar políticas de inserción con construcción de vías de accesos y programas de fomento a la producción agrícola y pecuaria que dinamicen las fuerzas productivas y generen fuentes de trabajos y de ingresos.
Lo que se ha puesto en evidencia con la crisis de los indios del Alto Andágueda, es un problema de suprema envergadura que afecta seriamente a la mayoría de los territorios indígenas en el país, debido a que la colectivización de la tierra y los sistemas tradicionales de producción no son instrumentos idóneos para resolver las dificultades económicas de los nativos.
De suerte, habrá que reformar la legislación y aplicar innovaciones tecnológicas para que la tierra produzca mejores frutos, de lo contrario será difícil superar los niveles de pobreza. Los indígenas han propuesto un plan integral de vida que contempla, entre otras salidas, adecuaciones de tierras e incentivos para la producción agrícola y pecuaria, pero, adicionalmente, plantean que debe hacerse de conformidad con sus costumbres, cuando esas mismas soluciones primitivas se están aplicando desde hace siglos sin efectos muy positivos.
No se puede seguir insistiendo en metodologías primitivas y en una agricultura de subsistencia que no ha sido eficaz, por lo tanto, se deben aplicar cambios tecnológicos que permitan una mejor y mayor productividad. Eso no implica la destrucción de su cultura, sino utilizar nuevos procedimientos para obtener mejores dividendos. Tampoco, se deben mirar a los indios son seres diferentes que tienen que seguir anquilosados en el tiempo, sobreviviendo con sistemas de producción primitivos que no están acorde con la realidad económica de una sociedad globalizado y en evolución permanente. No deja de ser increíble que los indios del Andágueda se estén muriendo de hambre con una tierra propicia para la siembra de Café, la cría de ganado lechero y con unas de las minas de oro más rica de Colombia.
Historia de las disputas mineras
Varios eslabones del espiral de violencia están asociados una vieja disputa minera entre los herederos de dos familias antioqueñas con nexos matrimoniales con las dos familias indígenas más grandes de la región por el control de unas minas de oro. Los conflictos son una larga historia de despojo, terror, dolor, crímenes y desplazamientos, en una región difícil acceso que, por centurias ha permanecido aislada de los grandes centros urbanos del país.
Para comprender la dimensión de la violencia que azota a la región, es bueno hacer un recuento sobre el legendario tesoro de Dabaibe que buscaron infructuosamente los españoles durante más de tres siglos y que generó permanentes conflictos entre los conquistadores y colonizadores españoles por la dominación del Chocó.
Fueron diversas las expediciones que salieron desde El Darién, Cartagena, Santa Fe de Antioquia, Anserma, Cartago y Popayán en la búsqueda de este mítico tesoro. Sin embargo, fue a finales del siglo XIX que se lograron encontrar los primeros hallazgos de las quiméricas riquezas que tanta codicia despertaron durante el colonialismo español.
Los registros mineros del Estado Soberano del Cauca dan cuenta de la legalización de la mina Morrón en las postrimerías del siglo XIX por parte de una familia Chalarca, un acto que en su momento fue calificado por algunos dirigentes caucanos de indigno debido a que los miembros de esta familia de mestizos se apoderaron ilegalmente de la propiedad de esta mina descubierta por un grupo de indígenas.
Ese infame atropello fue el principio de una trágica historia de guerra que lleva más de un siglo de raptos, pleitos, asesinatos y desarraigos por el dominio de los yacimientos de oro. Mina que en 1927 paso a ser propiedad de los antioqueños, Guillermo Montoya y Ricardo Escobar, quienes seguidamente legalizaron otras dos minas y durante más de dos décadas compartieron los dividendos mineros. Pero a raíz del fallecimiento de Ricardo Escobar en 1950, se desató un pleito entre su socio y sus herederos que paralizó la explotación de las minas durante más de una decenio.
Pese a que los permisos de explotación caducaron en 1968, sin ser renovados, los descendientes de ambas familias llegaron a un arreglo y abrieron las minas, siete años después, muere Guillermo Montoya, vuelven y se reactivan los enfrentamientos. La muerte de ambos señores cerró un segundo capítulo de usurpación, intrigas, explotación y esclavización de los indígenas y, empezó uno más nefasto, en donde los vínculos de consanguinidad de los sucesores de los Montoya con los indios van a juegan un papel determinante en desarrollo del conflicto a partir de 1974.
El fallecimiento de Montoya en 1974, abrió una nueva etapa en el espiral de las querellas. Y como quiera, que los permisos estaban vencidos, los herederos de Ricardo Escobar, a través de argucias jurídicas lograron en 1974 que la oficina de Minas de Antioquia les expidiera nuevas licencias de explotación de las minas en disputas pero con otros nombres.
Así los Escobar, no sólo sacaron del negocio a los Montoya, sino que obtuvieron una licencia de aprovechamiento, expedida por una dependencia seccional que no tenía jurisdicción en el Chocó. Decisión que generó más polémicas, entre ellos y a estas se sumó, el descubrimiento de una nueva mina por el indígena Aníbal Murillo, más rica y a escasos kilómetros de las minas en litigio.
Yacimiento que fue legalmente reconocida como propiedad del indio Murillo con el nombre de mina La Bruja, pero en un despreciable acto de corrupción en el cual participaron funcionarios de la alcaldía de Bagadó, de la oficina seccional de Minas, de la gobernación del Chocó y del municipio antioqueño de Andes, embriagaron al indígena Murillo y lo obligaron a vender la mina a los Escobar por la ridícula suma de $ 100 mil y, luego registrada por estos como Paloma II.
Adiestrados para la guerra
Luego se desplegaron una serie de intimidaciones y detenciones arbitrarias por parte de los Escobar en contra de los indios que explotaban la mina de Aníbal Murillo, que, además de la compra irregular de esta mina en 1975, se convirtieron en detonantes para que los Montoya y los Escobar, después de 28 años de un engorroso litigio judicial por el control de las minas Morrón y Paloma, pasaran de las controversias judiciales y las agresiones verbales a generadores de un devastador conflicto armado.
Un conflicto que se originó por las desmesuradas ambiciones de estas dos familias de Andes (Antioquia) y, que dejó un saldo trágico de por lo menos 300 asesinatos, confrontación en la cual ambos clanes mezclaron astucias, dádivas y promesas para obtener la participación de los nativos en sus disputas. Por consiguiente, los condujeron a una guerra que ha generado entre ellos, una estela de crímenes, exterminios y desplazamientos forzados sin precedentes en la historia del Chocó.
Los Montoya en su lucha contra los Escobar, hábilmente aprovecharon sus nexos familiares con los aborígenes, apoyaron las reclamaciones y las protestas de estos, los adiestraron militarmente y buena parte de las ganancias de la bonanza minera se las hicieron invertir en compra de armas.
Pese a que la Gobernación del Chocó y la oficina Seccional de Minas admitieron que la mina del indio Murillo estaba fuera del perímetro de los permisos otorgados a los Escobar, en actos administrativos y judiciales posteriores, de por sí, poco transparentes, que contaron con el respaldo de algunos funcionarios de los ministerios de Mina, Justicia y Defensa.
Por su puesto, con el despliegues de campañas de amedrentamientos contra los indios, orquestadas por miembros de la Policía y el Ejército se consumó el segundo gran rapto minero en Dabaibe. Las detenciones de las fuerzas del orden de varios indios generaron más tensiones entre estos y los Escobar, ya que estuvieron más encaminadas en amilanarlos para luego a sacarlos por la fuerza de la mina que a salvaguardar sus derechos.
Por eso, los indígenas acusaron a los Escobar de actuar en contra de sus normas de convivencias, sus costumbres y su cultura, por lo tanto, los señalaron como violadores de sus derechos y, desde luego, solicitaron repetidas veces la devolución de la mina. Las injustas determinaciones de los funcionarios públicos, auspiciaron de cierta manera el desencadenamiento del conflicto, el cual empezó el 11 de junio de 1978, cuando Jaime Montoya Estévez, nieto de Guillermo Montoya con un grupo de indígenas se tomaron las instalaciones de las minas, destruyeron la maquinaria y arrasaron los campamentos.
La decisión de hacer justicia por sus propios medios, fue una respuesta a las manipulaciones de las decisiones administrativas y judiciales, en las cuales brilló más el oro y el poder corruptor que la rectitud de los funcionarios que encargados de dirimir las querellas.
Los Escobar, lograron el respaldo de los poderes locales de Andes y Bagadó, igualmente, de jueces e influyentes políticos y empresarios antioqueños y chocoanos que permitieron inclinar la balanza a su favor. También, obtuvieron la instalación de escuadrones de Policías en una finca de propiedad de un miembro del clan, de donde se realizaron operaciones para combatir a los indios “rebeldes”. De suerte que, tanto la Policía como el Ejército, adiestraron y armaron a un grupo de indios, especies de paramilitares para combatir a los otros nativos que luego se convirtieron en terribles asesinos. Es claro que las disputas entre los Escobar y los Montoya de 1974 a 1979, dividieron a los indios, fracturaron sus normas de convivencias y, desde luego, propiciaron una ruptura que desato una confrontación armada que aún no para entre ellos.
La guerra entre los indios
La creación del resguardo del Alto Andágueda el 13 de diciembre de 1979, puso fin a la intervención directa de los Escobar en el territorio, cerró una tercera fase de terror, pero abrió otra más sangrienta y arrasadora: la guerra por el control de la mina. La constitución de la reservas fue el fin del conflicto abierto entre Escobar y Montoya. Por ende, significó la salida de los primeros del territorio y el afianzamiento de los segundos en el mismo, lo que implicó ganarles una batalla a sus adversarios, en cuanto al control de las minas, las cuales quedaron en manos de los indios. De manera que, los indios asumieron la administración del territorio y de las minas y, a través del Cabildo reanudaron la extracción del oro.
Ese cambio que no representó un cese definitivo en los conflictos, lo que ocurrió fue una relativa calma de 1981 a 1986, y una guerra despiadada de 1987 a 1989. La reapertura de las minas, en cabeza de los Montoya, abrió un nuevo ciclo en el conflicto no entre mestizos e indios, sino entre los mismos nativos, auspiciados por diversos actores: guerrilleros, comerciantes y políticos chocoanos y antioqueños. En consecuencia, los Montoya controlaron la explotación de las minas de 1980 a 1987, lo que se convirtió en un buen negocio para ellos y los indios de la región de Dabaibe, entre tanto, hubo una serie de restricciones para determinados aborígenes de la zona de Aguasal.
Los privilegios de unos y las desventajas de los otros, hizo que se generarán disputas que se convirtieron en detonantes del conflicto. La nueva realidad jurídica del territorio no significó que los Escobar perdiera la influencia que tenían sobre un importante núcleo de los nativos y, a través de sigilosas y perversas alianzas con comerciantes y políticos de Andes y Bagadó, exacerbaron las asonadas de los indios de Aguasal en contra de los Montoya y los de Dabaibe.
El asesinato de los hermanos Orlando y Humberto Montoya en 1987, fue la mecha que prendió la guerra, cuyo trasfondo no fue simplemente una lucha por las minas, sino otra serie de intereses de tipo económico y político que estuvieron de por medio que poco se conocieron en su momento.
Efectivamente, algunos comerciantes y líderes políticos que tenían intereses en el control de la producción y comercialización del oro, la venta de víveres y los votos de los indios, coadyuvaron para que los nativos de los pueblos del área de influencia de Aguasal de tradición conservadora atacaran a los de Dabaibe, tradicionalmente liberales.
De paso se generaron crueles matanzas de personas y animales domésticos, arrasamientos de pueblos, cultivos, quemas de aldeas y desplazamientos masivos. Porque detrás de los pleitos por el oro, también se presentaron exterminios políticos, estimulado desde Andes, Bagadó y Quibdó que se mostraron en varios casos como consecuencia del conflicto del metal, pero en el fondo no fue así, lo que se ocultó en determinados sucesos fueron asesinatos de rivales políticos.
Es bueno anotar que antes de 1954, la mayoría de los indios del Alto Andágueda eran liberales, pero a partir de la misión evangelizadora del Padre José Antonio Betancur (q.e.p.d.),que adoctrinó a los de Aguasal y los convirtió en militante del Partido Conservador y, desde luego, generó un cambio sustancial en el mapa político de la región. Y de paso transformó a Aguasal en un importante bastión político del conservatismo chocoano, pero jamás logró dominio sobre los asentamientos liberales de Dabaibe.
Por eso, los conservadores alvaristas del Chocó, especialmente en Bagadó, jugaron un papel trascendental en la delimitación del resguardo e hicieron que parte de los territorios de los caseríos de San Marino y Piedra Honda, pueblos habitados por negros quedaran dentro de la reserva indígena para seguir teniendo los enlaces con Aguasal y la explotación del oro.
Y eso tiene una explicación, Aguasal en los últimos años, se ha convertido en la zona electoral más clave en las elecciones de alcaldes y concejales en el municipio de Bagadó y, determinante en el plano departamental en las elecciones de congresistas, gobernadores y diputados, porque por su aislamiento se prestado para que se hayan cometido los más descarados fraudes electorales en la historia política del Chocó.
Otros actores que incidieron en la guerra fueron los grupos guerrilleros, todos han tenido interés en controlar las explotaciones mineras. El primero en hacerlo fue el M-19 en 1981, pero el grupo de paramilitares indígenas que adiestró el Ejército acabaron con su presencia en la región. Luego ingresaron el ELN y el EPL, reclutaron algunos indígenas inconformes con los Montoya y los incitaron a la rebelión, pero no lograron un control de las minas.
Si bien los indígenas en sus luchas por el control de las minas y para vengar la muerte de familiares han tratado de formalizar fugaces alianzas con grupos guerrilleros, pero cuando se trata de la explotación de las minas no han permitido ningún tipo de injerencia de ellos.A finales de la década del setenta por los miembros de la familia Escobar impusieron una serie de restricciones con el apoyo de las Fuerzas Militares para combatir a los indios, posteriormente a principio de los ochenta por el Ejército y la Policía para diezmar al M-19, el EPL y el ELN y por último a finales de los años ochenta y a comienzo de los noventa por los mismos indígenas de los bandos en disputa, en todos los casos se utilizó ese diabólico método como instrumento de guerra para aniquilar a los adversarios.
Hace cinco años las Fuerzas Militares aplicaron con crueldad similares procedimientos para repeler y cerrar los corredores estratégicos de movilidad a las FARC y las Águilas Negras para acceder al control de importantes núcleos poblaciones en Chocó, Antioquia, Valle y los departamentos del Eje Cafetero.
Evidentemente, ahora como en el pasado, algunos integrantes de ambos grupos, tienen intereses cifrados en la explotación de la mina. Además, la presencia de ciertos grupo paramilitares, tienen relación con el fomento de los cultivos ilícitos en la región. Por la tanto, la violencia y los desplazamientos son asuntos que están con las disputas entre la FARC y los paracos en cuanto a los cultivos ilícitos, y ambas fuerzas tienen intereses en el control de la extracción y comercialización del oro.
Por los intereses perversos que se movieron en la guerra del oro entre los indios, fracasaron las primeras intervenciones mediadoras de la Iglesia Católica y de la Organización Indígena Regional del Chocó (OREWA), en razón de que, las venganzas y las propias ambiciones de los nativos por la supremacía en la explotación del oro y lo provecho que resultaba el conflicto, en términos económicos y políticos para un selecto grupo de foráneos, se convirtieron en los principales obstáculos para la pacificación de la región.
Sin embargo, la perseverancia en la labor de mediación de la Iglesia Católica, logró que después de tres años de una ardua tarea de reconciliación y de acuerdos fallidos, por fin en 1990, los líderes indígenas firmaran un pacto de paz que propició el cese de las matanzas y la clausura de las minas como medida salomónica para evitar la continuidad de la guerra. Pero aún siguen en sigilosamente las secuelas de la guerra con las venganzas y los asesinatos selectivos entre los nativos de este resguardo en las selvas del sur del Chocó.
Hambre y mendicidad
La guerra del oro dejó una estela de muertes, desolación, hambre y desarraigo. Y lo más triste fue que las ganancias de la bonanza del oro se dilapidaron en compra de armas para profundizar los exterminios entre los propios indígenas.
Las secuelas del conflicto continúan y es un lastre que no han podido superar, porque desde que se firmó el acuerdo de paz, pocos avances han logrado en la implementación de políticas agrícolas que coadyuven a resolver los problemas estructurales de escasez de alimentos.Un gran dilema que no se soluciona con programas paternalistas de donaciones de comida, porque luego de la guerra, la entrega de alimento lo que ha fomentado es la cultura de mendicidad en los nativos.
De nuevo se observan varias indígenas famélicas con niños de brazos desnutridos, pidiendo limosnas en las calles del centro de Medellín. Un fenómeno que se repite anualmente por los problemas de hambre y de desnutrición que sufren los indígenas del resguardo del Alto Andágueda,
Los problemas de desarraigos y las muertes por hambre y desnutrición son hechos cotidianos en esta región. Sus asiduos desplazamientos a Bogotá, Medellín y Pereira huyendo de la violencia y el hambre no es un fenómeno nuevo, sino recurrentes.
Las muertes de niños indígenas por hambre y desnutrición es una situación dramática en el Alto Andágueda. Porque más allá de las mediáticas políticas de asistencialismo, lo que se requiere es que el Estado en coordinación con las autoridades indígenas desarrolle programas que impulsen la producción agrícola en los territorios indígenas y que de paso dinamicen las fuerzas productivas y generen fuentes de trabajos y de ingresos a los indígenas.
Los indígenas no pueden seguir insistiendo en metodologías agrícolas primitivas y en una agricultura de subsistencia que no está siendo eficaz para resolver los graves problemas de alimentación que padecen.Más aún cuando en un reciente informe elPNUD, señalaque el 63% de las comunidades indígenas estánpor debajo de la línea de pobreza, el 47,6 % está por debajo de la línea de la miseria, más del 70% de los niños indígenas sufren de desnutrición crónica y concluye que numerosos nativos han muerto por hambre a lo largo y ancho del país.
Las autoridades indígenas con el apoyo del Estado deben iniciar a replantear aquellos viejos paradigmas sobre los usos de la tierra para aplicar nuevas innovaciones en la producción de alimento, que permitan una mejor y mayor productividad de la tierra. Eso no implica la destrucción de su cultura, sino utilizar nuevos procedimientos para obtener mejores dividendos en las faenas agrícolas y pecuarias,de lo contrario será muy difícil superar los niveles de pobreza.
Lo que se ha puesto en evidencia con la crisis alimentaria en los pueblos indígenas es un problema grave y de gran envergadura, en virtud de que los sistemas tradicionales de producciónya no son instrumentos adecuados e idóneos para resolver las dificultades económicas de los nativos.De manera que los indígenas están llamados a reorientar sus sistemas productivos, porque nodeja de ser paradójico que los indígenas de la región de Dabaibe se estén muriendo de hambre con unas de las minas de oro más rica de Colombia bajos sus pies y en unas tierras aptas ypropicias para la producción agrícola y ganadera.