—Mira, un claro ejemplo de lo que explico sería ese café que quedaba debajo de la Séptima, por donde vendían libros, ¿cómo era que se llamaba?
—Café San Moritz
—Exacto, el mismo. Siempre se me olvida el nombre. Bueno, allá fuimos varias veces con Camilo. El café y la pola eran baratas. Pero bueno, al punto. Lo que te explico es que el lugar estaba repleto de viejos, así con una pinta bien cachaca, ¿me entiendes?
—sí.
—Bueno. Allá tenían una máquina de café de esas viejas, pero en serio vieja, antigua. El café costaba 600 pesos. Imagínate hace unos 10 años, aún era muy barato por la zona, y además era rico. Eso sí, cero en presentación, ¿me entiendes? Era en vaso de plástico de esos largos y la espuma se chorreaba. Olvídate de que colocaban platos, eso era directo en la mesa... De hecho si detallabas bien, se podían ver las marcas circulares de cafés de otros y de quién sabe hace cuánto. ¿Sí te imaginas?
—sí.
—...Lo peor era el orinal. Quedaba en toda la mitad del bar. Y no sé si era la mezcla de café, pola y problemas renales de los viejitos, pero olía horrible, pero horrible, fuerte. ¿Me entiendes? Uno entraba y se sentía... ¡y pues claro!, cuando le tocaba ir a uno allá, era pesado, denso.
—Entiendo.
—Bueno, aún con todo eso, el lugar tenía algo. No sé si me entiendas. Siempre estaba lleno, los meseros corrían de un lado a otro, e incluso los viejitos hacían fila en el orinal. Era un hueco, literal, pero tenía algo. A veces se veía una que otra mujer, por lo general acompañada. Muy pocas solas. Algunos jugando en las mesas de billar del fondo y uno que otro estudiante como nosotros. ¿Te acuerdas que allá conocimos a la pelada aquella? ¿Recuerdas, cómo se deslizaba por las mesas, recogiendo cubitos de azúcar a medio chupar? Transformando esa atmósfera mortuoria en dulce con su caminar. Tú me dirás que es raro, ¿no?
—¿Qué?
—Pues te preguntarás: ¿por qué nos gustaba tanto ir allá? ¿Por qué esta pelada estaba allá?
—Aja
—Yo lo he pensado mucho tiempo. Por aquella época teníamos tanta libertad. La ciudad. El centro. Ningún lugar al que no pudiéramos ir. Éramos jóvenes. Caminábamos... Sacábamos para el trago de cualquier lado, nunca faltaba nada, tú te imaginas.
—claro.
—Pero siempre terminamos allá. Siempre, era como una parada obligatoria. Es más, era como lo más importante del día, lo más trascendente, como si todo confluyera allá. ¿Me sigues?
—Sí.
—Es un claro ejemplo de lo que explico. San Moritz era viejo, clandestino y acabado. Una suerte de hueco rebosado, una atmósfera olorosa y complicada, peligrosa, difícil y hasta hostil. Y aún con todo eso, atractiva, incluso adictiva. A veces hasta consoladora. ¿Sí me entiendes?, ¿sí me explico? ¡Así soy yo! Por eso esa pelada está conmigo.