Si algo caracteriza a los colombianos es su elección preferencial por la indignidad. Es inquietante la facilidad con la que no nos oponemos en grupo a la mayoría de las situaciones que se configuran en indignidad —entendida esta como acciones y decisiones que decantan en un envilecimiento de la vida cotidiana—. No hay forma de hablar con otra persona respecto a la vida diaria sin tocar un tema relacionado con el bienestar general. La queja y el inconformismo hacen parte activa de nuestra conversación indicando que algo no anda bien —el costo de vida, el transporte, las eternas filas, el pésimo servicio, el estado de las calles, la inseguridad, el clima, entre muchos otros—. Sin embargo, la forma de afrontar estas problemáticas no ataca las causas sino a las consecuencias.
Cuando se incrementan los casos de fleteo en alguna ciudad, la norma general se inclina por la prohibición del parrillero juzgando culpables a todos los parrilleros de la ciudad. Si se incrementa el robo de celulares la mejor opción es no usar el celular en la calle. Si hay huecos en la carretera se busca una ruta alterna para evitarlos. Si hacen paro los profesores es porque son vagos, no quieren trabajar, solamente piden plata y tienen muchas vacaciones. Si hacen paro los pilotos son avaros porque ya ganan mucho dinero y no deberían ganar más. Si hacen paro los campesinos no los bajamos de guerrilleros. Si asesinan jóvenes de barrios marginales dicen "pero es que no andaban recogiendo café". Si tienes una profesión mal paga es tu culpa por no elegir una en la que paguen mejor. La lista es infinita.
Esta incapacidad de atacar la raíz de los problemas nos tiene viviendo de formas miserables: una moto tiene dos sillas, pero solo se puede usar una; se compra un vehículo, se paga el seguro de un año entero, pero el automotor solo se puede usar medio año; te descuentan obligatoriamente aportes para una pensión que llegará más tarde que la jubilación del coronel; durante un trayecto casa-trabajo se podría ver completamente la trilogía del Señor de los anillos; los puentes se caen y las calles están rotas; el dinero se pierde en los tejemanejes burocráticos, pero suben los impuestos para recuperarlo; la gente se muere esperando la cita de la EPS; el salario mínimo cumple a cabalidad con lo que significa; el aire en las ciudades es casi venenoso, pero se insiste en traer buses diésel, y si hay un ladrón sobre su acera, mejor cambie de calle.
Lo que llama la atención es que nuestra falta de puntería en atacar las causas reales de los problemas nos tiene sumidos en un mar de infamia. Nos cuesta mucho entender que la defensa de los derechos no tiene descanso, que siempre hay alguien dispuesto a pisotearlos. Nos cuesta entender que cuando los maestros entran a paro tienen razones que son válidas y que en el largo plazo una población mejor educada mejora las condiciones de la sociedad entera; que un sistema de salud eficiente es un síntoma de un país que entiende a sus ciudadanos como individuos hermanos, que merecen un trato digno, en lugar de categorizarlos según su capital bancario; que una persona no es pobre únicamente por decisión propia sino que la desigualdad rampante disminuye las oportunidades de montones de colombianos; que una consulta anticorrupción es para depurar el sistema y promover mejores mecanismos para la inversión de los dineros del estado —Estado que nos pertenece a todos—, y que la oposición en los gobiernos (cualquiera que sea su corriente ideológica) es necesaria para no caer en la ilusión de creer que las políticas vigentes satisfacen las necesidades de toda esta población multividersa.
Acostumbrarnos a sobrevivir entre tanta indignidad nos ha hecho amarla hasta hacernos creer cualquier ligera mejora en la calidad de vida es una utopía y ésta produce el rechazo colectivo. Es imperativo que hagamos un examen de conciencia individual y social para saber si es correcto aceptar lo que se considera legal. La esclavitud fue durante cientos de años plenamente legal pero no era correcto, igualmente pasó con la segregación racial y ambas fueron suprimidas cuando este trato indigno fue rechazado con firmeza.