Sus ojos no solo fueron testigos del horror de la guerra, sino que conservan ese brillo de esperanza que aún existe en miles de sus paisanos a pesar del dolor causado por un conflicto armado que no cesa y a pesar de varios intentos para terminarlo. Asiente con la cabeza y vuelve sobre un pasado que guarda celosamente como una caja de pandora en su memoria intacta. Empieza, casi inconscientemente, con el recuerdo del asesinato de su padre en Bojayá, Chocó, en 1977, cuando era un niño de nueve años y el mayor de cinco hermanos descendientes de Heleodoro Machado Valencia y Micaela Valencia Mosquera.
Con el asesinato de su padre la vida le cambió radicalmente, pues a partir de aquel doloroso golpe le tocó asumir la responsabilidad en las labores del campo como si fuera un adulto.
Todos sus hermanos habían nacido a través de lo que en aquella apartada y abandonada pero bella y selvática región chocoana, se conoce como parto humanizado; una práctica ancestral y antigua de los campos colombianos, que consiste en dar a luz con la experiencia, acompañamiento y ayuda de parteras o comadronas.
De sus padres aprendió sobre la siembra de cacao y plátano. Durante los setentas, cuenta mientras tomamos una taza de café, el Gobierno de Misael Pastrana Borrero, a través de la Federación de Cacaoteros de Bojayá y con el fin de mejorar la economía de la región, incentivó la siembra y comercialización del cacao. Esa fue la primera escuela y experiencia que conoció para elaborar un sistema de cultivo tecnificado.
Le gustaba nadar en el majestuoso río Bojayá, uno de los principales tributos del río Atrato. Y aunque practicó la natación en el río de su infancia, cuenta que eran pocas las vacaciones y el tiempo libre que disponía para la aventura de jugar a la ronda tradicional y nadar, pues desde los cinco años ya se iba en compañía de sus padres a sembrar plátano y arroz; prácticamente su niñez y juventud transcurrieron entre dos actividades y de una forma muy disciplinada: la escuela y las labores del campo.
Inicio de la guerra
Cuando terminó sus estudios de bachiller, recién cumplidos 19 años, nació su primer hijo, por lo que decidió partir hacia la zona de Urabá a trabajar en las fincas bananeras y plataneras. Aquella fue una época donde la violencia política en el país y la expansión del paramilitarismo arreciaron dejando muerte, desolación y abandono en los campos. Seis años después y debido a que sintió de cerca el acoso y la angustia que produce la guerra, regresó de nuevo a La Loma de Bojayá, con una noticia más que le decía que de nuevo era padre.
Sin que se le haya borrado la memoria y sin perder el más mínimo detalle, hace una pausa, respira y cuenta cómo empezó la arremetida paramilitar en el territorio en 1997. Por aquellos años, en el territorio había grupos armados no estatales, lo cual dio origen a una intensa disputa militar, donde la confrontación entre la guerrilla y el paramilitarismo causó un segundo desplazamiento forzado de la población civil. Se vio obligado a salir de nuevo de su amada Loma y viajó a distintos lugares.
Durante aquel tiempo trabajó en la construcción de obras, en puestos de comida, incluso montó un negocio de venta de borojó en Barranquilla, una de las principales ciudades capitales de la costa norte de Colombia. Considera que allí obtuvo su mejor éxito como vendedor. “En la costa se vende muy bien”, afirma con un aire de triunfador, “y mi primo de Bojayá con el cual me asocié, movilizaba cuatro toneladas de borojó, que transportaba en bicicleta entre las tiendas y ventas de Soledad y Malambo”.
En el año 2000 retornó a Bojayá, “aún estaba tensa la situación por la presencia de grupos armados, las amenazas y asesinatos selectivos”, cuenta imbuido en los recuerdos. Y una vez allí, retomó las actividades típicas del campo, sin embargo, un nuevo desplazamiento los obligó a salir hacia Quibdó, capital del departamento de Chocó. Allí se fue a vivir a la zona norte junto con su ya crecida familia, había completado su cuarto hijo, trabajaron como vendedores en tiendas y supermercados, hacían también turnos en heladerías y de esa forma sobrevivieron.
Después de la masacre en el 2002 que se había dado en Bellavista, cabecera de Bojayá, “pudimos retornar nuevamente, pero nos encontramos con un panorama desolador, de tragedia, muertos, dolor, rabia y destrucción por lo que había pasado, además sin ayuda ni protección del Estado”. Había mucho temor entre los propios y extraños, sigue recordando sin perder detalles ni el hilo de la conversación. Pero ante la necesidad de sobrevivir y a pesar de que no se afianzaban las labores del campo por el temor de tener que desplazarse de nuevo, las actividades y la vida tenían que continuar.
Con el paso de aquellos siniestros y difíciles años, Heleodoro fue especializándose en la comercialización de madera fina, materia prima que todavía abunda en el Chocó a pesar de la permanente tala y deforestación de la selva. En esta actividad no duró mucho tiempo.
En el 2005 se dieron nuevamente fuertes enfrentamientos entre diferentes grupos armados, se presentaron desplazamientos y es cuando decidieron, él y quinientas personas más de la comunidad, asentarse en Bellavista, su cabecera municipal. Allí permanecieron durante ocho meses sin ninguna atención por parte de la alcaldía, ni del gobierno nacional, en el más completo abandono. Esto hizo que algunos se fueran y como lo recuerda con nostalgia, “hay gente que hasta el día de hoy no volvió a la cuenca de Bojayá”.
Las familias que llegaron a Bellavista restablecieron las viviendas y las parcelas, aún en medio de la presencia de los grupos armados ilegales, porque de parte del Estado “los soldados solo acompañaron seis meses y se fueron”.
Heleodoro fue elegido Concejal de Bojayá con una alta votación y ejerció el cargo entre 2006 y 2007, tiempo que le permitió liderar procesos organizativos dentro de la comunidad buscando la reactivación de la actividad económica y productiva de los campesinos.
Rompiendo barreras
En el 2008 fue elegido representante legal de la Asociación de Plataneros del Medio Atrato (Aplameda). “Era un momento donde la Asociación, desde el punto de vista organizativo era muy débil, prácticamente no había nada”, y cuenta cómo se inició el proceso de fortalecimiento de las bases campesinas en su comunidad a través de la Fundación Panamericana para el Desarrollo (FUPAD). Esa experiencia, continúa diciendo, “sirvió para estructurar a Aplameda. Con tantos problemas de violencia se generó mucha desconfianza y no fue fácil, eran propuestas de construcción, la gente no creía en los procesos por temor al retorno de la violencia y los desplazamientos que ésta generó, pero la lucha debía continuar”.
Y poco a poco va narrando su historia de vida, en medio de un lenguaje sencillo y palabras precisas pero necesarias. No hay atisbo de llanto, pero es innegable que en el fondo de su ser habita un pasado de lucha, resistencia, sufrimiento y dolor. Heleodoro desenvolvía la película guardada en su memoria para avanzar, perdonar e invocar la no repetición de los trágicos hechos por los que ha tenido que pasar la comunidad del medio Atrato chocoano.
La máxima actividad de Bojayá es el cultivo de plátano, en especial para el sustento diario de las familias, pero al mismo tiempo este producto no está concebido como una alternativa económica para el futuro. “No me gusta dejar las cosas iniciadas, vamos a romper esa barrera de desconfianza y el temor que genera la guerra, hoy a través del apoyo nacional e internacional restableceremos por completo los cultivos”.
Heleodoro es uno de los líderes más destacados y con mayor experiencia y conocimientos del Proyecto “Bojayá Río de Vida”, que es una iniciativa desde la cual se pretende reconstruir el tejido social que destruyó el conflicto armado, a través de reactivar la economía local, beneficiando cerca de 500 familias afro/negras e indígenas y que cuenta con financiación y apoyo de la cooperación internacional.
Actualmente es socio de Aplameda, pero en medio del proceso de paz que se pactó entre la insurgencia de las Farc y el gobierno de Juan Manuel Santos, lo que ha significado una disminución del enfrentamiento armado, nace de nuevo la esperanza: “Hoy es diferente; la gente ha creado algo y lucha por ello, a medida que más llegan grupos armados la gente se une para la defensa de su territorio. Y Aplameda, a través de esta iniciativa de reconciliación, sigue trabajando por su objetivo; una asociación que a través de los años se fortalece y yo sigo creyendo en la transformación del territorio, en el perdón y la reconciliación. Volver a la esencia de lo que éramos y al rescate de nuestra identidad y proyectos de vida”.
Aplameda es sin lugar a duda una iniciativa que ha devuelto la esperanza a la comunidad y a la región y está comprometida con la posibilidad de comercializar el plátano en mayores cantidades, a escala industrial, precios justos, con nuevos aliados que se han sumado a la compra del mismo y demás actores del territorio, quienes han decidido romper las barreras del miedo, el abandono, la indiferencia y la desconfianza para apostarle a un mejor vivir en Bojayá. Es una comunidad que no merece otra cosa: vivir dignamente después de tanto sufrimiento