“Cuando a Willington Ortiz —en un partido de fútbol— le rompen la rodilla surge la idea de escribir una crónica sobre ese deporte y sus caídas”, dice el escritor colombiano Fernando Ayala Poveda. Y así, se convierte en la idea germen de una de sus novelas, Los colores de la fama, que será llevada a la televisión nacional con estupendo éxito de audiencia y con los papeles protagónicos de Bárbara Perea, Vicky Hernández y Oscar Borda.
Fernando Ayala Poveda nació en Tunja, es un narrador y ensayista de amplia trayectoria con varios libros publicados, entre los que se destacan La década sombría, La dinastía del silencio, Mujer de magia negra y Mañana volverás a ver el mar y la ya referida, Los colores de la fama.
Periodista de la Radio Nacional de Colombia y licenciado en Literatura y Educación de la Universidad Javeriana, este novelista boyacense escudriña los laberintos de la muerte y el sufrimiento de una nación que vive una violencia sempiterna que, en opinión del más desprevenido, parece una cadena interminable.
Autor de La guerra de los violines, Ayala Poveda piensa que la literatura colombiana es un continente sumergido donde, de cuando en cuando, salen a flote nombres que ruegan por ser alabados o que sólo desean recibir un like de aprobación. “Pero la novela, el teatro, la poesía, el gran relato, va en su trocha y su calle, haciendo camino”, manifiesta.
Dialogamos con el maestro Fernando Ayala Poveda para tener una aproximación a su vida y obra, abordamos los procesos creadores, preocupaciones y conceptos de vida de un escritor fundamental en el panorama de la literatura nacional.
Fernando. Comencemos por el inicio de su carrera literaria. Lecturas de formación.
Mi vocación literaria es mi segundo nacimiento o resurrección porque fui un niño que llegó al mundo por la línea del borde o con el espasmo del sollozo, también llamado en medicina el niño azul, por la cianosis. Vine al mundo agarrado de un fórceps. Es equiparable la experiencia de iniciar mi viaje por el mundo de letras en un mundo vacío de lectores para la escritura estética. Con las horas, descubrí a mi madre como el arquetipo de la lectora, poseída por la majestad, el silencio y el resplandor de los libros en sus manos, de aquellas biografías de las reinas históricas que fueron al cadalso. Mi hermano César Augusto fue el médico bibliotecario proveedor de Dostoievski, Tolstoi, Turgueniev, Balzac, Dumas, Verne, Dickens.
Al leer las primeras páginas de Las mil y una noches ya no reviví el paso por el río de los muertos, sino el vuelo con Aladino y Scherezada. Scherezada ha sido mi maestra desde entonces. Formo parte de los lectores que aprendieron a luchar desde su nacimiento con los poderosos guerreros de los jardines del paraíso y los sombríos emires de los desfiladeros de la muerte. Por supuesto, la réplica vino después al leer La metamorfosis de Kafka. Sus páginas iniciales fueron un escándalo para mi razón, pero llegó El viejo y el mar para aliviar el desdoblamiento con la canción del marino que es vencido, pero jamás destruido. Desde aquellos días remotos me vi en un mundo raro donde no era comprendido por las gentes ajenas a los mundos de la ficción. Fui un extranjero en mi propia tierra donde se temía a los libros porque podrían enloquecer a los hombres como se dijera de don Quijote. La confusión estriba en que se confunde demencia con locura. Demencia es el gesto inconexo con las palabras. Locura es el ascenso al descubrimiento de la utopía, la poesía del número divino, la magia de las historias.
¿Qué hay que hacer para ser escritor?, ¿qué hizo usted para ser un estupendo escritor?
Mi hermano médico me impuso la responsabilidad y el compromiso de explorar la realidad como naturaleza, ciencia y sociedad. Un día, él me hizo una pregunta: “¿Qué es la sangre?”. No pude responder. Entonces, ¿qué podía escribir aquel niño que caminaba a tientas en un mundo peligroso? La imagen del ángel que sigue al niño con los ojos vendados rumbo al despeñadero, me indicó la sabia máxima de Nietzche: “Quien no tenga alas para volar sobre abismos es mejor que no los cruce”. Sí, Salinger se refirió a ese ángel antihéroe como El guardián en el centeno, su obra cumbre. Con los días, se me fue revelado El ángel herido de Hugo Simberg, pintura nacional de Finlandia. El ángel herido es transportado en andas. Tiene los ojos cegados por una venda blanca, la cabeza inclinada, las alas abatidas, rotas y salpicadas de sangre. En una de sus manos sostiene cinco florecillas silvestres. Dos jóvenes lo llevan vestidos de luto con zapatos deformes. La derrota del ángel dio lugar en mi vida a la saga enigma. Tantas preguntas sobre la naturaleza humana y sus laberintos sinuosos, pero también tantos resplandores dulces. Cada día voy escribiendo la memoria de ese estudiante que sufre los avatares de una sociedad convulsa y a veces despiadada. La fe de los pueblos puede ocultar un Cristo de Espaldas. La sangre fue mi primer deber como ser humano que tuve que explorar, estudiar y valorar para entender la guerra, el dolor humano, el parricidio, la peste, la lucha por el poder, el genocidio, la leucemia. Con ese canon me formé como médico de almas para intentar tejer una escritura viva que puede escandalizar la razón o permita compartir el dolor de la tierra. La sangre es en mi obra literaria, el protagonista y el tema sobre el cual he escrito distintas variaciones.
Hablemos sobre sus primeros libros, ¿cómo ve usted ahora al escritor de esas primeras obras?
Mi primer libro, Poesía desencadenada, es una poética de compromiso. Escribí seis libros en mi juventud. Fui un herrero de las palabras, un alquimista de las metáforas, un David que pretendía vencer a Goliath con pequeños guijarros que no tenía más que el ardor de la sangre y la hemoglobina de lo escénico y lo cosmético. Cuando leí El canto general de Pablo Neruda, compré un bidón lleno de gasolina y quemé las mil doscientas páginas de mi poética. Neruda nombra el mundo, el ethos, el thanatos, la terra nostra, los reinos, con una escritura que pela la cebolla y le da ciudadanía universal a la papa, el tesoro subterráneo de América. Cambié el amor de las muchachas, los juegos deportivos, los bailes y el alcohol, por la sagrada devoción de hallar la puerta para descubrir el jardín de los senderos que se bifurcan. Nunca la literatura ha sido un ocio para mí.
La literatura me llama como oficio, artesanía, alquimia, paseo arquitectural, pero también deber, la pasión, la solidaridad, el ser en otros, del mismo modo como lo hace con los científicos, médicos, cartógrafos, botánicos, sanadores. Mi escuela como escritor se formó en una escritura errada, sin sangre, sin bitácora ni ruta, como el niño que aprende a caminar y caerse, a sufrir los avatares de un mal paso y en especial a levantarse. Así llegué a escribir mi primer cuento donde está la cifra y la clave de mi destino: El violinista y el verdugo. La música me dio la sangre vital que me faltaba. Así puse punto aparte a mi anemia. La música sana, otorga alegría y resiliencia, propicia el encuentro con la divinidad, el cosmos, las estrellas, los seres vivientes. Sin la música yo era mudo y me hallaba perdido. Viví la música en mis primeros años desde la Casa de discos de mi padre, sin saber que la música iba edificando en mí un instrumento propicio para sensibilizar mis sentidos y mi raciocinio. Pudiera decir que la música me permitió escribir Mujer de magia negra, la novela afrocolombiana del delta y el mangle del mar Pacífico. En mi mestizaje, la sangre africana tiene un componente muy fuerte por sus melodías, su danza y su tótem. Sí, hoy veo mi literatura como un viaje donde he ido edificando las fichas de un ajedrez, las partes del mecano, mi narrativa sinfónica con variaciones sobre un mismo tema. Se arma el reino.
Logros suyos en la literatura colombiana. Satisfacciones que le ha dejado su carrera de escritor.
El manual de literatura ha sido un libro formador de maestros, lectores y múltiples miradas de escritores de estas latitudes. Es una historia y no la historia de la literatura colombiana concebida no como tradición de la pobreza ni como imitación, status social o académico, poesía presidencial autoritaria y excluyente, visión partidista, gremial o de grupo excluyente. Puedo decir sin modestia, pero con mucha humildad que Fernando Ayala Poveda es un nombre donde están todos los nombres de 500 años de literatura colombiana, sin racismo ni política de vanidades y prebendas, con respeto a los credos, las ideologías distintas, las voces en oposición, los mundos imaginarios en contraste. El coraje de vivir es una novela formadora de valores éticos, estéticos y lúdicos en las comunidades educativas que incluyen padres de familia, y que, sin pretenderlo, se ha convertido en el libro de cinco generaciones de lectores que les dice “algo”. Muchos de los lectores lo leen por algo que quieren superar hasta que quieren. La vida a veces ayuda a superar las pruebas, las situaciones límites, pandemias y penurias, enfermedades y caídas. Lo hace de manera natural. A veces no. El coraje de vivir tiene un resplandor que atrae y se lee en hospitales, en cárceles donde se les da rebaja de pena, en hospicios. Lo leen los niños del campo y la provincia, así como lectores de las élites, de Roma y Nueva York.
¿Qué lo mueve a seguir escribiendo en un mundo donde la literatura, casi que viaja en el vagón de segunda?
Soy un antiguo fogonero que alimenta el tren de la música y la literatura con su carbón. Un viejo lobo de mar que cuida las ballenas y los corales. Nunca he rendido mis banderas estéticas ni mi compromiso con la suerte de la humanidad y de la tierra misma. No escribo contra nombres propios, sino para abrir brechas de luz en la oscuridad que iluminen estructuras de poder, enajenación, manipulación, genocidio, odio, racismo, auto/explotación. Como editor independiente he tenido fortuna y trascendencia. Vivo de mis libros. Con libros hice mi rincón santo, mi cama, mi lámpara, mi pan. Comparto mis libros como si fueran despensa de alimentos. He arado, sembrado y cosechado buenos frutos. Lectores de distintos horizontes me leen como si fueran millones porque mis libros se los prestan. Los niños lectores han crecido y ahora me leen con en nombre de su niñez y de su sabiduría. No busqué ser editor independiente. La vida como escritor viajero me ha llevado a vivenciar talleres productivos por aldeas, selvas, trincheras, escuelas, ciudades de la provincia y pueblos mágicos, así como metrópolis. Mi vida es un milagro hecho a pulso. He construido un mundo a punta de historias.
“La verdad y la poesía son encarceladas junto con los escritores”, escribe en La guerra de los violines, una de sus últimas novelas. ¿Seguimos tan mal (o peor) en un mundo donde las redes sociales aparentemente rompen el monopolio de la palabra?
La literatura auténtica siempre ha sido el eco de las conciencias de los supervivientes de la tierra que luchan por defenderla. Por eso el dolor de los muertos viven su dolor en mis páginas y también la resiliencia y la ternura de los vivos que batallan por una mejor suerte en la tierra que los vio nacer. Es incomprensible que el ascenso de los asesinos sea glorificado y que los pueblos salgan a protestar por el derecho a la vida. Cada día, recibo una carta donde en algún lugar, un lector exige el derecho de leer y me agradecen por escribir sobre sus esperanzas. Gracias a los plantadores de la tierra, vivo para el trabajo literario sin esperar reconocimientos ni glorias. La muerte es una mentira cuando se ha trabajado bien en la vida.
A propósito de La guerra de los violines, ¿dónde considera radica la importancia de esa obra?
He narrado a través de la música universal y colombiana la historia de don Juan y Julieta Verona, una historia como no existió otra igual, en el contexto de las guerras colombianas. Cuando los mariachis oficiales se enfrentan a los violinistas campesinos se inicia el otro holocausto que ya no es la violencia, sino la lucha por la tierra y los derechos a la vida. La historia de los 7 violinistas que se unieron en el Sur del Tolima es la historia mejor guardada en la desmemoria de Colombia. Entonces, las élites arrogantes no firmaron la paz y muchos años después lo hicieron con la ONU como garante, pero a la vez, lo hicieron para desarmar y exterminar la guerrilla, e incendiar de nuevo el país. Eduardo Umaña Luna, Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda, fueron los tutores de La guerra de los violines y yo en nombre de nueve millones de víctimas y una nación, les doy mil gracias por su desvelo. Todas las voces, todos actores en conflictos, están presentes en este holocausto de dos millones de colombianos caídos, diez millones de víctimas, cinco en el exilio, y ahí, en medio, un pueblo que ama la paz pero que vive en guerra. ¿Cómo es posible que la muerte acaudille y prospere asesinando a sus devotos? La paz no será posible hoy como no lo fue en 1959. De las guerras civiles no declaradas llegamos a los 74 últimos años de una Colombia bajo bombardeo 24 horas, con masacres, falsos positivos, destrucción del medio ambiente y ejecución de líderes ambientales. La guerra de los violines es una novela de amor y redención que el mundo necesita para comprendernos y con la solidaridad de los pueblos, liberarnos de las cadenas que adoramos por odio, con odio y en el odio. Los habitantes de Macondo, Coma y Nunca Jamás, aún en medio de su realidad mágica y desmesurada, quedarían levitando si caminaran por la Colombia profunda y urbana de hoy donde la corrupción, el crimen, el fanatismo religioso y político, los grupos de odio y la sociedad de la indiferencia, son el noticiero de telenovela, la tragedia natural, el magnicidio sin culpables, la pobreza subversiva, la declaración de que los indígenas son terratenientes bárbaros y no los padres sagrados y los guardianes de la biodiversidad de América.
En un país donde todos tienen su verdad para seguir matando, ¿es válido seguir narrando esa saga de lo interminable?
Soy el notario de La novela interminable (inconmensurable, armada con teselas, notas musicales y voces) en un planeta que parece extinguirse. Desde las aldeas más remotas hasta las trincheras y cavernas, desde los barrios marginales y colinas rojas, los hombres leen los salmos y las novelas para recordarle al mundo que el deber de la supervivencia es primero, que no se puede desertar de los ejércitos de la vida porque un mundo sin narradores de la memoria es proporcional a esas zonas donde hambre tiene hambre de hombre y asola hasta las aves y los perros, pero sobre todo, de un mundo con hambre que sin médicos, sin plantadores de frutos, sin músicos, darían el último paso adelante hacia el último funeral de la tierra, la comarca más lejana del sol, donde un día leímos Las mil y una noches y lo teníamos todo. Yo enciendo con mis libros una luz por mis antepasados, presentes y descendientes y les doy las gracias por mis ojos, mi corazón y mis manos.
Juguemos a los despropósitos, ¿con que autor vivo o muerto le gustaría encontrarse para compartir una copa de vino? ¿De qué conversarían?
Gracias a todos quisiera sencillamente decirles “Gracias por existir en sus páginas”. Bach, Beethoven, Mozart, Elgar, Homero, Cervantes, Shakespeare, Tagore, Exupéry, Hemingway, Gabriel García Márquez, Zapata Olivella, José Eustasio Rivera, Jorge Amado, Onetti. Gracias, pero muchas gracias.
¿Qué piensa de la actual literatura colombiana?
La literatura colombiana es un continente sumergido. Tienden a salir a flote nombres que ruegan por ser alabados o que sólo desean recibir un like de aprobación. Pero la novela, el teatro, la poesía, el gran relato, va en su trocha y su calle, haciendo camino, tejiendo sus historias de vida. Los autores que me deslumbran son independientes, exploradores de mundo, cartógrafos del corazón, sociólogos del dolor humano.
“El escritor es la voz de una sociedad muda”, decía Fernando Soto Aparicio. ¿Ese compromiso social debe primar sobre la finalidad estética?
La literatura es lo pensado, visto y oído, dice Kraus. Se escribe con los ojos y oídos. Pero la literatura debe ser leída, si es que han de mantenerse ligados sus elementos. Sólo el lector la tiene en la mano. Piensa, ve y oye. Por eso, leer no es escuchar lo que se ha escrito. Para repensar lo pensado no hay tiempo. Tampoco para mirar lo ya visto. Pero si puede escuchar el eco de lo que no oyó, la música y no el ruido, la herida y no el disfraz de la mueca. Beethoven era sordo y componía gracias a las vibraciones que interpretaban su inspiración y su arduo trabajo desde la piel y los huesos y el silencio. Narrar es el deseo último de contar una historia a alguien para que no la olvide. Quizá sea la tuya, la nuestra, la mía, la de tus padres y vecinos, la de las provincias del olvido. El grito es la última música de la alegría.
Usted tiene una particular visión de la literatura de provincia, ¿sigue dominando el canon de centro? ¿Determinando qué y cómo escribir?
Los escritores de la provincia también son plantadores de semillas literarias. No imitan ni se enmascaran en máscaras académicas de Oxford, La Sorbona y el eurocentrismo. El autor que quiere servirse de la literatura en primer lugar no hace literatura sino hoguera de vanidades. La provincia es la mano desnuda que escribe desde la antigua comarca de la colina roja y el bosque musical.
¿En qué nuevos proyectos literarios se encuentra trabajando? ¿Qué pueden esperar los lectores de sus anteriores obras?
He terminado El Psicoanalista del Joker sobre el ascenso del asesino. También Bailaré sobre tu tumba, una paradoja sobre el verdugo víctima, que lee el salmo 23, antes de cruzar el Valle de la Muerte. Es la historia del viejo soldado de la guerra antigua donde el trofeo es la cabeza del antihéroe quien se atrevió a pensar.
¿A qué le apuesta Fernando Ayala Poveda? ¿Cómo le gustaría ser recordado?
Predicen mis lectores que La guerra de los violines será el libro del 2048, cuando los actores del conflicto de hoy desaparezcan y dejen ver el bosque de la esperanza. Otros me dicen que por muy profundo que mis novelas miren en la niebla profunda, no se podrán esbozar los retratos hablados de todos los ladrones del amor y de la vida. Creo que la música de mis libros será escuchada como las canciones del mañana que en realidad son las viejas canciones del ayer donde un hombre abraza una mujer, un chico camina con su viejo rumbo al sur, otro vecino planta su limonar frente al sol porque sabe que sin limones no se puede hacer limonada. Una niña entonces vendrá ante mi tumba y se sentará a leer uno de mis libros y me hará compañía. Yo espero que así sea y que en mi epitafio diga la frase del Cristo de los violines: “Thalita Qumi”, que significa, niña, levántate, yo te lo mando. Pero deseo añadir, “y lee un libro”. Que sea la niñez resucitada en la lectura y en el espasmo de mi sollozo y mi risa.