Los economistas oficiales han dejado de hablar de desarrollo y neoliberalismo como se entendía en la ciencia económica de todos los tiempos, porque no resulta creíble para nuestros pueblos, cada día más subdesarrollados, continuar alabando teorías que si no funcionaron durante el auge de sus mitos menos lo harán cuando estos se encuentran en crisis por la perversión de sus resultados.
Ahora la palabra sagrada es el crecimiento económico que no implica que este, de darse, le mejore la vida a quienes no hagan parte de la pequeña rosca que se apodera de las rentas y riquezas del país, pero seguirá justificando que el modelo en crisis del capitalismo salvaje se siga ejecutando, incluso con mayor rigor, para extraerle hasta los últimos dividendos posibles, sin que los directos perjudicados —todas las clases medias y, por supuesto, los pobres— tengan claro a quien echarle la culpa.
De ahí que se hable de sacarle impuestos a todos los que se pueda, satanizar la protesta social de quienes se sienten afectados por los grandes proyectos agrícolas y mineros, utilizar el fracking sin asco para arrancarle a la tierra todo lo que se aparezca sin importar la destrucción de su riqueza ecológica y, para completar la faena, el recorte del presupuesto a entidades nacionales dedicadas a su estudio, investigación y conocimiento científico.
Que estamos destruyendo el pedazo de Amazonía que nos tocó en suerte. Que la superficie de los nevados y páramos que nos suministran agua viene disminuyendo y que solo podemos acordar la fecha en que desaparecerán por completo. Que la deforestación, una vez suministrados los datos de las destrucciones previas, seguirá aumentando de manera que debería aterrorizarnos por la funciones que cumplen los bosques, entre ellas la captura del carbono que impide que el planeta se termine convirtiendo en un asadero. Que acabamos con las rondas de las quebradas y los ríos y pervertimos sus aguas con cuanto desecho nos llega a las manos, intoxicando finalmente el mar al convertirlo en sepultura de toda nuestra porquería artificial y abuso de sus recursos.
Al tiempo con todo este desastre, los científicos colombianos confiesan su preocupación por el recorte del 37,8% que el gobierno actual pretende hacerle al presupuesto para la gestión ambiental, especialmente cuando Colombia asiste a un estado de deforestación galopante, tiene la obligación de gestionar 31 millones de hectáreas protegidas y avanzar en las metas gigantes del posconflicto.
Brigitte Baptiste, directora del Instituto Humboldt, confiesa en entrevista para El Tiempo del 1° de septiembre de 2018: “Que esa cifra la recibimos con tristeza. Durante el gobierno anterior, los institutos de investigación se consolidaron y encontraron espacios de acción importantes, pero con estas condiciones quedan reducidos a su mínima expresión… Todo el esfuerzo que hemos hecho para reincorporar doctores Ph. D., garantizarles espacios de trabajo y vincularlos a agendas de relevancia nacional, sencillamente se cae. Entonces uno se pregunta: ¿será que no valoran lo que hacemos…?”
Preguntada sobre si este gobierno quiere transitar hacia otro modelo económico, contesta: “Comparto la misma preocupación. Creo que el nuevo gobierno la tiene clara, y nosotros, 600 investigadores de cuatro institutos estamos al servicio para ayudarlo a cumplir. Pero muchos recursos se van para ONG internacionales, consultores externos y vemos cómo pasa el presupuesto frente a nuestras narices”.
Y entonces volvemos a la pregunta que registrábamos al comienzo de si Colombia ha entrado en un modelo de crecimiento diferente al neoliberal, o si este simplemente ha mudado, ocultando su nombre, a una posición más radical de explotación, en la que con nuestro presupuesto se van a alimentar intereses externos, cuyos objetivos sobre el cuidado y manejo ambiental de nuestra geografía difieren de los ya adelantados, al parecer con éxito, por instituciones de investigación nuestras, cuyos campos de acción estaban plenamente establecidos.
Lo que en el fondo significa desviar recursos financieros propios, con lo escasos que son, para —en lugar de estar dedicados al cuidado, reconstrucción, investigación y desarrollo científico de nuestros recursos que puedan representar una salida a un modelo de desarrollo más autónomo— entregárselos a quienes, desde el industrialismo financiero que nos asfixia, nos programarán, no sin intereses políticos y económicos sustanciales, el desarrollo sostenible que más les convenga para salvar al planeta del calentamiento por cuenta de los menos afortunados.
El entramado del libre mercado y la globalización está montado para favorecer los intereses del capitalismo internacional, de la que los subdesarrollados somos simples tributarios con breves bonanzas a favor como para no dejar de hablar de la sabia neutralidad de los mercados. Y cuando las crisis se asoman los favorecidos del sistema arrecian sus mecanismos para captar el máximo de las ventajas que aún quedan en pie.
Por ello no es extraño lo que está sucediendo, más cuando en materias ambientales el gobierno Santos en la Cumbre de París COP15 apareció liderando un grupúsculo de países suramericanos que —opuesto al resto de países pobres y subdesarrollados, exigían un compromiso radical de los países ricos en materia de cambio climático como causantes del mismo— se pronunció por una corresponsabilidad de todos, ricos y pobres, que terminó, luego de muchas escenas y tropiezos, manipulada por los desarrollados, sometiéndonos a los menos culpables a sus propósitos, que no conocemos pero, al parecer, estamos viendo.
Propósitos que no por capitalistas son malos per se, pero que si se les da papaya a quienes lo manejan en proporciones inigualables, como parece nos ha vuelto a acontecer a propósito del cambio climático, no hay lugar a engañarnos de que en materia económica y por tanto de dependencia asistimos a un cambio. Que no de modelo sino, ante la crisis de este, de nivel de explotación del mismo por parte de todos sus beneficiarios, externos e internos, que es lo que caracteriza la política central del nuevo gobierno colombiano.