En estos tiempos de pandemia, solemos escuchar, con frecuencia invasiva, la pregunta: ¿qué crees que va a pasar?
Y no es para menos. Son tiempos en los que la incertidumbre que acompaña, inexorablemente, a la especie humana, se multiplica exponencialmente, dramáticamente. Las noticias omnipresentes sobre la enfermedad y la muerte, somatizadas en las tormentas económicas que ya se reflejan vívidamente en los espejos y los fogones de millones de hogares en cuarentena, comienzan a resquebrajar los cimientos de las certezas que fuimos construyendo, poco a poco y en distintas proporciones, durante el transcurrir de nuestras vidas.
Sin embargo, por más explicable, e ineludible si se quiere, que ella nos parezca, la pregunta no deja de ser incompleta, demasiado volátil como para llevarnos a algún escenario que nos conecte con algo de la realidad, más allá de las dudas que abonan las angustias o de los optimismos súbitos que corren el riesgo de desvanecerse en la primera esquina... de nuestros aposentos confinados.
Es posible que un buen recurso para conectarle algo de polo a tierra al “qué va a pasar” pueda consistir en acompañarlo con otra pregunta: ¿Qué de nuevo debiéramos hacer yo y mi familia, qué cambios debiéramos intentar nosotros, en concreto, en las actuales circunstancias?
Claro que la pregunta es muy retadora, casi que perturbadora, no solamente por esas resistencias a los cambios que constituyen tendencias de la condición humana, sino porque las crisis de escasez, movilidad, miedo y desconcierto por las que atravesamos parecieran convertirlos casi que en imposibles, parecieran ubicarnos mucho más cerca de la parálisis que del cambio. No obstante, todo comienza a indicar que la fuerza del vendaval nos obligará a movernos a todos.
Como es de esperar, los caminos a escoger serán muchos y sus opciones siempre dependerán de esas combinaciones, tantas veces injustas, que derivan de cuando se conjugan los anhelos del alma y las limitaciones que se nos imponen como dictaduras, sobre todo, desde la economía, desde la educación o desde la salud.
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Nadie con dos dedos de frente y un poco de pudor se atrevería a señalarle, hoy, a su prójimo, los cambios vitales que deban realizar él y su familia
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Nadie con dos dedos de frente y un poco de pudor se atrevería a señalarle, hoy, a su prójimo, los cambios vitales que deban realizar él y su familia. Recuerdo cuando los mayores nos enseñaban, con sabiduría, que nadie conoce la sed con que el otro bebe. De allí que no pretendo, ni mucho menos, indicarle a nadie nada sino compartir algunas reflexiones que me estoy haciendo para mí y para mi familia.
Observo que tanto la pandemia como la cuarentena nos han puesto de presente problemas insuperables de los grandes conglomerados urbanos, comenzando por haber tenido que hacer conciencia de la estrechez de los espacios en que millones de familias han tenido que vivir el encierro, literalmente apeñuscadas, en las que creíamos que podíamos llamar “viviendas”. Hemos podido caer en la cuenta de dramas tales como las horas diariamente perdidas de nuestras vidas, durante años, entre trancones de tráfico y nubes de contaminación que nos han supuesto los desplazamientos a los lugares de trabajo y estudio, bajo los acechos constantes de una inseguridad que, antes que haber cedido, tiende a crecer. Hemos podido preguntarnos si tiene sentido seguir pagando los precios desorbitados que nos cobran por los alimentos, los arrendamientos o los metros de construcción en las grandes ciudades, comparados con lo que cuestan las cosas en las poblaciones medianas y pequeñas. En fin, hemos podido reflexionar sobre si tiene mucho o poco sentido seguir empeñados en esto que hemos dado en llamar proyecto de vida urbana.
Yo sé que el tema es mucho más complejo, y apenas lo estoy pensando. Pero me he dado cuenta de que, en mi caso, he podido trabajar a través de internet.
Solo que se me está ocurriendo que podría pasar de trabajar rodeado de paredes, edificios, aire contaminado y estrés urbano, a intentar los horizontes enormes del campo de mi país.