Hace unas cuantas semanas, cuando leí que saldría el libro Gabo y Mercedes: una despedida, escrito por su hijo, me entró la ansiedad por leerlo; ansiedad que fue creciendo con el paso de los días en los cuales no pude acercarme a alguna librería para comprarlo. Había quedado completamente cercado por los bloqueos de las carreteras y ni pa ´trás ni pa ´lante durante un mes y medio.
Al fin, cuando pude llegar a Bogotá, lo primero que hice fue parar en la librería, antes de llegar a la casa.
Cada vez que sale algo sobre García Márquez soy el primero en salir a buscarlo. Su obra apasionante y su vida, también apasionante, me fascinan.
Esta vez disfrutaba de la expectativa tal como si ella formara parte del ritual de la lectura del libro. Dada la intimidad insuperable del autor con la historia contada, suponía que me encontraría con episodios novedosos de la vida de García Márquez, de ese fragmento final de su vida que el crítico más aguzado hubiera podido confundirlo con una película cuyo guión había sido sacado de las entrañas mismas de aquel Macondo que él le sumó a la geografía universal.
Por fin me senté en mi estudio, libro en mano y tinto en mesa. Tuve -haciendo un paréntesis- la suerte de que mientras iba por la tercera página sonó el celular con una de esas llamadas que uno siempre detestará; me refiero a toda llamada que nos interrumpe cuando estamos leyendo. De todas maneras, la llamada me sirvió para caer en cuenta de que debía apagar el celular. Aunque llevaba tan solo tres páginas, ya sentía la certidumbre de que estaba adentrándome en una cosa fuera de lo común.
Más rápidamente que poco a poco, fui dándome cuenta de que el libro me dio la vuelta como lector. Al comienzo me senté con la intención de hallar nuevos relatos de la vida de García Márquez. Eso era todo. Pero de un momento a otro me percaté de que los ojos habían comenzado a mirar para otro lado. Ahora me interesaba más descubrir al nuevo escritor que tenía entre manos que las historias, propiamente dichas, que estaban siendo narradas.
Para empezar, un lenguaje exquisito. Una redacción respetuosísima y cálida con el lector, incrustada en un andamiaje que no se tambalea por ninguna parte. Al libro no le sobran ni una coma, ni una palabra, ni una sola página.
Tiene cosas muy lindas como, por ejemplo, las formas del trato amoroso que le dio a cada vez que se refiere a su hermano Gonzalo o el espíritu de plenitud y gratitud con que fue esculpiendo, para sí, el recuerdo de su madre para siempre.
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También deja frases que uno sabe que le quedarán rondando en la memoria
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También deja frases que uno sabe que le quedarán rondando en la memoria. “La humildad es, después de todo, mi forma preferida de la vanidad” es una de ellas. O cuando dice que “Casi todo lo que vale la pena saber se aprende todavía en casa”.
El libro tiene muchas cosas bellas que no tiene sentido referirlas en una columna. Es mejor abrir la puerta para que cada lector pueda vivirlo a su manera.
No me cabe la menor duda de que un gran escritor ha sido dado a luz. Un escritor digno de serlo, autónomo y con toda la luz propia.
Un día, ojalá pronto, cuando Colombia vuelva a tener Ministerio de Educación y entendamos que el mejor camino que tenemos para enseñarle el español a nuestros jóvenes es a través de la obra de García Márquez, muy probablemente tendremos que acudir a este libro de Rodrigo García como introducción a Macondo.
El libro de Rodrigo García nos cuenta, entre otras cosas, que Cien años de soledad fue escrito por un hombre, también, de carne y hueso.