Creo que el país está entrando en una muy saludable discusión —que se venía postergando desde hace años— frente a la llamada dosis mínima y su uso casi en cualquier lugar y a cualquier hora por razones adictivas o de recreación.
No es un secreto que desde que se dio vía libre por parte de la Corte Constitucional a su uso —se prohibió que fuera penalizado su porte y otras arandelas de la consabida sentencia constitucional— se disparó de manera exponencial el consumo de todo tipo de alucinógenos entre los jóvenes colombianos.
No es coincidencia ni muchos menos una cuestión de azar que el país haya pasado de ser un exportador de marihuana, cocaína y pequeños cargamentos de drogas sintéticas a consumirlos a borbotones por nariz y boca. Esa es la realidad hoy, que el mercado de consumo interno es absolutamente elevado. Ahí están los estudios de la propia Fiscalía General de la Nación, del Ministerio de Salud, de organizaciones no gubernamentales, de autoridades de todo tipo, mostrando un mapa desolador de consumo descontrolado y casi esquizofrénico por parte de niños y jóvenes colombianos que han sido perversamente intoxicados, especialmente en grandes e intermedias ciudades del país.
Pero, ¿qué pasaría si se hiciera un estudio más amplio, que llegara a pequeños municipios, incluso a las zonas rurales? Pues seguramente se descubriría un panorama devastador de la realidad en que están las nuevas generaciones por la llamada dosis mínima.
No sabe uno si pensar que de forma demasiado ingenua la Corte pensaba que el efecto sería contrario: los señores del narcotráfico y la delincuencia iban a mantener un pequeño nicho de consumo en el país y seguir dedicados a los mercados internacionales. Al contrario, ante esa despenalización —no persecución al jíbaro que distribuye, no incomodar al que consume— pues simplemente se daban las condiciones para volver a más colombianos adictos para evitarse los costos que implicaba sacar su mercancía del país.
Esa es la realidad que estamos viviendo hoy, sobre la cual se tiene que debatir de forma profunda y tranquila para cerrar el creciente negocio a los narcos, pero sin perder de vista de que la adicción es una enfermedad y necesita ser tratada de alguna forma por nuestro sistema de salud.
Lo que también se debe cuidar de ahora en adelante es que no se cree un cartel de venta de historias clínicas, de falsos tratamientos, de permisos médicos de consumo de psicoactivos personales, que seguramente los narcos, sus lavaperros y los parches ya están organizando para tratar de no perder lo ganado en los últimos años con un negocio tan rentable. No queremos que se comiencen a expedir esa especie de salvoconductos sanitarios por cualquier tipo de médico, sin que tengan los conocimientos ni la experiencia certificada y reconocida en estos asuntos, ni tampoco que se comiencen a firmar y entregar fórmulas a diestra y siniestra para respaldar la dosis mínima que encuentren las autoridades al portador.
En eso los medios y la ciudadanía general debemos estar alerta, para no estar en pocos meses hablando de un carrusel de fórmulas médicas y de alianzas entre inescrupulosos profesionales de la salud con bandas de delincuenciales que pretendan mantener la dosis mínima como una herramienta perversa que les oxigena a diario su caja negra de recursos.