En un relativo corto tiempo, después de miles de millones de nacimientos y el fenecimiento de otros tantos por guerras, pestes y diferentes eventos, vivimos de tragedia en tragedia, debido a nuestros yerros, a los actos réprobos y abusos de todos los miembros de las jerarquías (desde el más sencillo hasta el más entronizado).
Tenemos de frente el sufrimiento y no admitimos que somos sus sospechosos y culpables, en lo individual y colectivo.
Llegamos a extremos de delegar soluciones a los científicos que buscan otro planeta para vivir, a sabiendas que ese hogar correrá la misma suerte de este que nos ha resguardado.
Albergamos la esperanza de un goce de las futuras generaciones en un lugar nuevo, a pesar de altas sospechas que, con él, harán lo mismo: acabarlo.
En vez de buscar otro paraíso, debemos corregir nuestra manera de vivir y darla a los inmediatos herederos. Nadie podrá negar que la madre tierra nos ha soportado como sus peores huéspedes, y nos hace llamados de atención que no le atendemos.
No sería extraño oírle un clamor como el de: ¡Váyanse! Necesito más naturaleza, menos humanos.