Una de las mejores lecciones que nos ha dejado el Mundial de Fútbol en Brasil, es que los equipos nos enseñaron cómo abrir la cancha, de esta manera quienes triunfaron lograron mayores espacios para maniobrar y tener posesión del balón, atacar en bloque, driblar para abrir el cerco de la defensa que se cierra, penetrar hasta el área del portero para meterle los goles al rival y no bajar la guardia hasta el pitazo final.
En política, abrir la cancha debería significar hacer de la confianza un valor nacional, escuchar más, hacer menos promesas, hacer más obras trabajando en equipo, que se pueda decir lo que se piensa sin que lo estampen en una de las orillas de la polarización y lo empaqueten dentro de una ideología, de esas que en este país hacen tanto daño y que llena de prejuicios y temores infundados a opinadores, al propio establecimiento y amplios sectores de la opinión nacional.
A abrir la cancha nos está enseñando la máxima autoridad del mundo católico quien se ha expresado con vehemencia frente al desmedido uso de la fuerza militar, al abuso con el medio ambiente; incluso ha rechazado con valor los comportamientos irracionales de algunos pastores de su iglesia, reconociendo los errores, escuchando a las víctimas, promoviendo transformaciones que eviten repeticiones de lo que nunca debió suceder.
Abrir la cancha para cualquier ser humano en su condición de imperfección, requiere de coherencia y consistencia; significa corregir el rumbo para conquistar la confianza en los procesos trascendentes de reconstrucción de la familia, la sociedad y el país, en aquellos territorios donde más ha dolido la presencia del conflicto armado; significa practicar el sentido común y permitir mayores espacios a cualquier disenso.
Esa apertura necesaria para comenzar a transitar en un escenario de construcción de paz, la ha intentado este gobierno, poniendo sobre la orilla de la mesa de las conversaciones a funcionarios dotados de altas dosis de paciencia y sentido común, decididos a armonizar ideas con adversarios que por más de cincuenta años se han empeñado en destruir el Estado por medio de las armas.
El sentido común que parece escasear en buena parte de las guerrillas, obliga a calificarlas como irracionales, frente a las últimas acciones cometidas en el interior del país rural. Los hechos de las Farc y del ELN, nos fuerzan a graduarlas como demenciales, pero no podemos desanimarnos a seguir exhortándolas a la práctica de la racionalidad y del sentido común.
No hemos podido recuperarnos del desastre ecológico producido por las Farc en el Putumayo; he repetido varias veces el video publicado por diferentes medios, donde se aprecia el derrame obligado de cerca de cinco mil barriles de crudo en territorio rural de Puerto Asís, afectando comunidades ribereñas, peces y un variado ecosistema.
Frente a la magnitud del desastre ecológico producido por la irracionalidad del frente 48 de las Farc, que obligaron a los conductores de 23 tractomulas a abrir las válvulas de sus tanques, cabe la pregunta: ¿es que son brutas las Farc?
Para nada…, para nada; no tienen nada de brutas…; siguen en la línea de su ideología equivocada y del sesgo de su orilla, que las convierten en el peor enemigo del proceso que se adelanta en La Habana.
¿Cómo podemos leer los colombianos las acciones recientes del ELN, que atentan contra pobladores y la infraestructura energética del país y al otro día escriben pidiendo que se cree un “clima de paz inmediato, pasando por acordar un cese al fuego y a las hostilidades, que sea verificable por organismos independientes”? Es decir, tiro la piedra, escondo la mano y escribo una carta conciliadora.
Frente a estas afrentas, no basta con decir que desean la paz o escribir hasta que suene bonito. Las guerrillas deben dar el paso decisivo y dejar su doble discurso: pregonan la paz, mientras destruyen y siembran terror. Se parecen al círculo vicioso de los judíos y a los extremistas de Hamás: atacan, se acusan, se excusan, piden paz, se defienden de las retaliaciones, contraatacan y vuelven a acusar, pero no ceden para la paz.
El ELN está de moda y se puso a tono con las Farc; se visibilizaron por sus acciones irracionales y sus pronunciamientos de paz, pero su discurso de hacer “un llamado al pueblo colombiano para que se una al propósito común de lograr el fin del conflicto y construir un país en paz y equidad”, no lo entiende ni Mandrake.
La paz es una decisión. Una decisión por el futuro y en contra del pasado. Sigo pensando que los esfuerzos por terminar el conflicto nunca serán en vano y que finalmente primará la sensatez y el sentido común que requiere nuestra realidad nacional. La realidad para las guerrillas de las Farc y el ELN es que no habrá una mejor oportunidad como esta para que los colombianos les tiendan su mano; pero para eso, deben abrir su cancha y sus corazones.