No hay encuentro deportivo en el que no concursen asuntos externos. En esta ocasión, habría que remontarse al año 2011, específicamente al momento en que el PSG empezó a estar en los planes de Qatar Investment Authority (QIA). Esta, que es una empresa encargada de invertir las ganancias obtenidas por el gobierno de Catar gracias a la exportación de gas natural y petróleo, eligió al club francés para llevarlo a la gloria, es decir, para convertirlo en campeón de Francia, de Europa y del mundo (respectivamente: de la Liga 1, la UEFA Champions League y el Mundial de Clubes). Al año siguiente, el club consiguió el segundo lugar en la Liga 1. En el 2013, fue campeón; desde entonces no ha dejado de serlo, año tras año.
También en el 2013, con un impulso que parecía incontenible, el PSG llegó hasta los cuartos de final de la Champions (fue eliminado por el Barcelona). Los empresarios asumieron que, sin embargo, los resultados habían sido satisfactorios. Lo mismo habrán pensado un año después, cuando el equipo llegó hasta la misma etapa del certamen. Cada temporada, QIA aumenta el presupuesto que entrega al equipo, siempre con la convicción de que esto repercutirá en la obtención del título. Para el año 2015, solo la plantilla de jugadores costaba más de cuatrocientos millones de euros[1]. El PSG volvió a encontrarse en cuartos de final con su ya archienemigo, el Barcelona de España, y volvió a ser eliminado luego de perder el partido de ida (3-1) y el de vuelta (2-1). Los periodistas empezaron a mencionar “la maldición del PSG”: tres años consecutivos eliminado en cuartos de final.
Los empresarios aumentaron la inversión. En el 2016, el equipo volvió a tener una campaña brillante: arrasó en la liga local; en la Champions, empató con Real Madrid y ganó al resto de sus rivales, hasta que se encontró en el camino con el Manchester City –otra vez en cuartos de final– y quedó eliminado. Era el colmo. Laurent Blanc, director técnico, renunció. Lo mismo hizo Zlatan Ibrahimovic, capitán y mayor goleador en la historia del club. Por otra parte, es un misterio lo que a esa altura pensaban los empresarios, aunque es posible sospechar que no estaban contentos, pues su propósito ya cumplía cinco años de reiterada frustración y no podían conformarse con estar entre los mejores ocho equipos de Europa. No obstante, decidieron hacer un nuevo esfuerzo.
Hubo rumores sobre la posibilidad de que el PSG invirtiera cantidades descomunales de dinero para contratar a figuras como Neymar Junior y James Rodríguez. Pero sólo fueron rumores. La que sí se concretó fue la llegada de Unai Emery, el director técnico que venía de hacer la mejor temporada de su vida con el Sevilla F. C.
8 de marzo de 2017
Después de clasificar a los octavos de final (y por ello embolsarse seis millones de euros), el Paris Saint Germain debió de enfrentarse hace un tres semanas a su archirrival. El partido de ida se jugó en París. El favorito era el Barcelona (pentacampeón de la Champions), pero el PSG sorprendió al mundo del fútbol cuando uno tras otro perpetró cuatro goles; cuatro a cero. Con esa ventaja viajó a España, con las estadísticas a favor[2]y con la posibilidad de clasificar si ganaba, empataba o perdía hasta por tres goles. Bastaba con dejar que el Barcelona hiciera el esfuerzo y aprovechar cualquier oportunidad para hacerle daño. El plantel, los jugadores, los jeques patrocinadores, todos sabían que iba a ser difícil, pero había muchas razones para confiar; una de ellas: el poderosísimo Lionel Messi no ha estado en su mejor época, su rendimiento ha sido regular. Pero no había que abusar de la confianza, porque, de todas maneras, el Barcelona venía de golear en los dos últimos partidos del campeonato local.
Mascherano, Messi, Suárez, Neymar, Busquets, Iniesta, Rakitic, Umtiti, Rafinha, Ter Stegen y Piqué. Dirigido por Luis Enrique, el envalentonado equipo español salió con ganas de intentar lo improbable.
Es asombroso el papel de los directores técnicos. Trabajan pensando en sistemas de juego que pueden funcionar para crear equipos de fútbol equilibrados y contundentes. Porque aquello que alguna vez fue juego –juego de niños nórdicos, quizá– se ha tornado un asunto muy serio. Nadie sonríe en el Camp Nou, ni en la cancha ni en la tribuna. Las ideas deben de ser confusas en los casi cien mil cerebros (sin contar con los millones que, alrededor del mundo, observan el partido vía satélite) que se reunieron en torno a noventa minutos de fútbol. Luis Enrique, el director técnico del Barcelona, dijo hace una semana que ha tomado la decisión de abandonar el club. Unai Emery se muestra elegante y confiado.
Son brujos. Han hablado en secreto con sus hombres para que jueguen de una manera específica, ordenada pero impredecible. Y si algo no funciona, los técnicos deben de pensar la manera de mejorar; improvisan cambios y dan indicaciones como lo haría un loco que tiene una gran idea y trata de explicarse ante quienes pueden materializarla. Pero hay una brecha entre el juego ideal que reside en la mente del entrenador y aquel que, pese a su gran experiencia y profesionalismo, logran realizar los jugadores. De modo que estos últimos necesitan de alguien que les explique cómo hacer para poner la destreza individual al servicio de una destreza colectiva. Los entrenadores llevan el juego hasta el extremo de la solemnidad.
En el primer minuto de partido empieza a ser evidente que el PSG va a tener calma. En el segundo minuto ya es evidente que el Barcelona tiene un plan demoledor. Antes de llegar al tercer minuto, Suárez desvía el balón con la cabeza y anota el primero gol.Durante el resto del primer tiempo, las cosas siguen igual. Casi todo se juega cerca de la portería del PSG, que se defiende a medias, y por eso, a falta de cinco minutos para el final de la primera parte, Iniesta hace un taquito sorpresa y Kurzawa, el central del PSG, es quien la mete en su propia portería.
La esperanza de los hinchas crece. El partido está dado como para que el Barcelona anote dos goles más en la segunda parte, o tres, ya para empatar (4-4), ya para ganar (5-4). A eso se acerca con la misma determinación desde el principio del segundo tiempo. En el minuto cuatro, el árbitro pita un penalti a su favor. Messi lo ejecuta, con fuerza, con hambre. “¡Tierra a la vista!”.
Con tres goles en contra, los jugadores del equipo francés aumentan las revoluciones. No puede ser que, luego de ganar cuatro por cero en casa, se les escape una victoria que parecía tan viable. Por eso reaccionan, arriesgan un poco, quieren hacer un gol para que el Barcelona tenga que hacer tres más. Primero, Cavani saca un disparo incómodo, en medio de la corrida, que se estrella contra el palo y se va a la línea final. Poco después, el mismo Cavani recibe un balón pivoteado desde el borde del área chica y lo golpea con el empeine, y lo acomoda cerca del travesaño, con fuerza y velocidad suficientes para dejar inmóvil al portero Ter Stegen.
Luis Enrique está serio, pero, como siempre, hace su trabajo: queda media hora de juego y decide un primer cambio: se va Iniesta; entra el turco Turan. PSG está cerca de hacer el segundo gol y Barcelona se está desmoronando.
Luis Enrique fantasea con una victoria épica para la que, quizá, ya no tiene tiempo, aunque parece tener la fórmula para alcanzarla. Cambia a Rafinha por Sergi Roberto y a Rakitic por André Gomes. El primero de estos cambios no gusta a la gente ni a los comentaristas de la radio; nadie entiende por qué, en más de una ocasión, Luis Enrique elige a Sergi Roberto como si fuera un as bajo la manga. De hecho, el jugador entra un poco desconcentrado, impreciso; hace pensar que el entrenador se equivocó por pura necedad. El ánimo decae. Faltan dos minutos para que termine el partido. Nada que hacer. Ante una falta cerca del área y a favor del Barcelona, Messi, el ejecutor de la mayoría de tiros libres, ni siquiera se acerca. Neymar, en cambio, no quiere resignarse. Está más empecinado que todos. ¿No ve que resta casi nada y que de poco han de servir sus afanes? No hay jugada preparada ni otro misterio. Neymar está solo. Impacta. El balón pasa por encima de la barrera dibujando una trayectoria curva que pasa por el ángulo de la portería y termina en el fondo. Es un gol fascinante que nadie quiere celebrar, pues la derrota está casi firmada.
A Suárez ya le marcaron tarjeta amarilla por simular una falta dentro del área; lo hace siempre. En el minuto noventa, el árbitro le cree. Penalti. Hay alegatos y nerviosismo. Ni siquiera Messi, el mejor jugador del mundo, se tiene confianza para patear el penalti. Entonces aparece Neymar, el joven sabio que el PSG quiso fichar y no pudo, el que no ha dejado de creer, el brasileño de mil batallas, el cuestionado y en otrora sancionado por su comportamiento. Es un niño grande. Se hace cargo del balón y del equipo. Distribuye confianza a los demás para que ellos, los millones de seres que lo acompañan, se la devuelvan multiplicada. Y él la recibe, la incorpora, llega hasta el balón y engaña al arquero para que se tire al palo derecho mientras el balón va hacia el izquierdo. Otro gol de mago
Sólo quedan los cinco minutos que el árbitro estima suficientes para reponer el tiempo perdido. No sirven para nada, o eso parece. Se gastan en un remate desviado, en el cobro de una falta y… Ter Stegen ha abandonado su portería para venir a buscar el gol. El partido se juega en la mitad del PSG. Los empresarios sufren; los hinchas quieren que se acabe de una buena vez; los jugadores quieren salir corriendo para celebrar; Emery ruega que el Barcelona cobre la falta y el juego termine. El balón viaja desde la banda derecha hacia el punto de penalti, pero es interceptado por un jugador del PSG y enviado casi hasta el centro de la cancha. Ahí está, para recibirla, Neymar, el omnipresente. Hace tres segundos estaba cobrando el tiro libre y ahora conduce el balón con una serenidad inquietante. Echa un vistazo al área, decide poner el balón justo en el lugar donde, todavía en el aire, lo encuentra el pie de Sergi Roberto, el consentido, el sutil, que desvía la trayectoria del balón para que vaya a parar al fondo de la portería y para que los jeques cataríes pierdan seis y medio millones de euros. El PSG ya no parece un buen destinatario de esos petrodólares. El dinero, sin embargo, es menos importante que el gran suceso deportivo: hoy se celebra la gesta del brujo Luis Enrique y su escuadra de maravillas, gesta que parecerá pequeña por cuenta de los horrores arbitrales.
De todas maneras, hay fiesta en Qatar, no para los empresarios de QIA, sino para los de Qatar Airways Company, el patrocinador mayoritario del Barcelona F. C.
[1] http://www.90min.com/es/posts/2527877-las-10-plantillas-mas-valiosas-del-mercado
[2] En la historia de la UEFA Champions League, nunca se había remontado un cuatro a cero. http://www.record.com.mx/futbol-futbol-internacional/barcelona-consigue-la-maxima-remontada-en-champions