Los humanos somos una especie curiosa, llena de contradicciones. En particular, hoy quiero hablar del problema al que nos enfrentamos quienes dejamos el país para aprender de otros. No me refiero al que tanta atención ha recibido últimamente acerca del futuro profesional (y por supuesto financiero) de quienes obtienen títulos de gran calado, tipo doctorados; de eso ya se está ocupando Colciencias.
La sociedad moderna ha “evolucionado” hasta un punto en el que un título académico no es más que un título. El proceso educativo se asemeja cada vez más a un proceso de producción en masa y un diploma es un requerimiento más para poder acceder a ese grupo selecto que disfruta de unas condiciones un poco mejores que las vividas (¿sufridas?) por la abrumante mayoría. El sistema dominante nos obliga a competir, a sobresalir sobre los demás, a trepar por las jerarquías a como dé lugar, y separa cada vez más a los individuos de su comunidad, a los productores de los consumidores, a los dirigentes de los dirigidos, a los padres de sus hijos, a los profesores de sus alumnos y al ser humano de la naturaleza.
Generalmente, el hecho de que un miembro de la familia o del grupo de amigos decida irse a aprender algo al exterior (ya sea un idioma o a hacer un curso, una maestría, un doctorado, etc.) es un motivo de orgullo, y me atrevería a decir que para la sociedad en general: “mi hija se ganó una beca”, “mi nieto es un genio”, “yo sabía que él iba a terminar en las Europas”, “es que ella es una dura”. “¡Suerte! ¡Que aprenda bastante!”. En mi opinión, es ingenuo pensar que quien llega es el mismo que quien se fue. ¿No era ese el objetivo? ¿Que aprendiera? ¿Que cambiara su manera de ver el mundo?
Pero algo curioso sucede cuando uno regresa. Resulta que uno se volvió “muy europeo” o “muy gringo”, que ya no aprecia lo local. Si uno volvió, es porque no se quiere quedar por allá (ok, en algunos casos porque no lo dejaron quedarse). Y en muchos casos, porque quiere aportar algo del conocimiento al que tuvo acceso, ya sea por lo que estudió o por lo que vivió.
Hace poco visité Medellín durante el Foro Urbano Mundial. En una reunión con familiares y amigos, un personaje de esos a los que les encanta llamar la atención empezó a criticar el humilde carril que la administración decidió “prestarle” a los ciclistas de la ciudad. Con un show tipo Don Graceliano, este señor se burló de los que llamó “hippies” que porque eso no servía para nada y que era una perdedera de tiempo. Y me preguntaba yo si se daba cuenta de lo duro que trabaja tanta gente (la mayoría durante su tiempo libre y sin recibir un peso) para que a sus hijos puedan salir a la calle sin que los atropelle una volqueta o sin tener que ponerse una máscara para prevenir enfermedades respiratorias. Y me preguntaba si se daba cuenta de que las mejores ciudades del mundo lo están haciendo en una escala mucho mayor y que de eso depende, en gran medida, su capacidad de atraer recursos y de ser competitivas. Y me preguntaba qué va a pasar cuando su hija se convierta en el orgullo de la familia porque viaja al exterior a estudiar una maestría en movilidad sostenible o planeación urbana, tan populares hoy en día, y decida volver acompañada de esas ideas tan “hippies”. Y me preguntaba qué está haciendo él por su ciudad.
Debo resaltar aquí que siempre se debe busca la mejor manera de decir las cosas. Si algo no está funcionando bien en la ciudad o en la sociedad, nada se gana con criticarlo y ya, o con decir “es que en Nueva York esto no pasa”, o “es que en Estocolmo hay muchos parques y aquí no”. Y muchos cometemos ese error. Hay que hacer algo por cambiarlo que no funciona o repotenciar lo que sí funciona. O por lo menos intentarlo. Estas ciudades también tenían muchos problemas y no se volvieron lo que son hoy de la noche a la mañana. Pero muy seguramente muchos de los agentes de cambio estudiaron en otra parte, compartieron ideas, las debatieron, aprendieron de otros y volvieron a aplicarlas y ajustarlas a su contexto. Aun así, todavía hoy se enfrentan a unos retos tremendos.
Sugerir cambios drásticos al funcionamiento de nuestra sociedad es muchas veces considerado como un insulto a lo local o como un acto de pedantería y presunción. Lo más curioso es que el que regresa con una idea de negocio gringa o se vuelve millonario con un concepto de restaurante escandinavo es un héroe, un fantástico emprendedor, un modelo a seguir. Pero si alguien llega con la idea de devolverles a los ciudadanos parte del espacio que les pertenece, como lo vio durante su estadía en el exterior… bueno, ya saben cómo lo llaman. ¿Qué pasa con quienes queremos contribuir a la comunidad de otras maneras menos enfocadas en el beneficio privado y basados en lo que aprendimos mientras vivimos por fuera? ¿Hay espacio para las ideas que traemos o no? Ahí les dejo la pregunta.