“Todo un país en carnaval” dice el letrero con el que una tienda de ropa interior femenina —que tiene nombre de mujer— celebra en su vitrina la elección de la Señorita Colombia como, “¡Miss Universe!”. Acompañado, claro, de una foto grande de la agraciada en vestido de baño.
Pasé, lo vi y pensé que era otra muestra de lo hiperbólicos y efectistas que pueden ser los publicistas. Eso en el primer momento. Pero me detuve y reflexioné. Y no tuve más remedio que aceptarlo: los colombianos somos así, como salidos de una canción de Celia Cruz.
Ay,/ no hay que llorar,/ que la vida es un carnaval,/ es más bello vivir cantando./ Oh, oh, oh./ Ay,/ no hay que llorar,/ que la vida es un carnaval y las penas se van cantandooo…
Me puse mi peluca de crespos azules, hice pico de pajarito y oh, oh, oh…Tenía razón la sonera mayor: la vida es un carnaval. Y este país, un circo de tres pistas.
Cincuenta y siete años sin una Miss Universo, no sé cómo lo pudimos soportar. Porque que llevemos casi lo mismo en un conflicto que nos ha bañado en sangre y lágrimas, vaya y venga. Pero cincuenta y siete años, ¡57!, sin la corona de Donald Trump…, se dice pronto.
Pertenezco a una generación que creció oyendo los estribillos: la-única-miss-universo-que-ha-tenido-Colombia, el-guerrillero-más-viejo-del-mundo, los-pollitos-dicen-pío-pío-pío, Pilar-no-tiene-bicicleta y, de ahí en adelante, salto al vacío. ¿Qué se hicieron nuestros referentes? Ya los pollitos no pían, Pilar consiguió elíptica, Tirofijo tiró la toalla y la bella Luz Marina Zuluaga, que se peleaba el alargue con Isabel II de Inglaterra, tuvo que abdicar.
El pasado 25 de enero, noche en la que muchos nos enteramos de que la reina de Colombia se llamaba Paulina Vega Dieppa —una joven hermosa y bien preparada en la que Raimundo y todo el mundo habían puesto sus esperanzas—, ella ganó en franca lid —sin franca lid no hay certamen que valga—, por sobre las catorce semifinalistas restantes: el cetro, la corona, los premios, los contratos y la esclavitud glamurosa que le supone el haber sido seleccionada para habitar durante un año en una jaula de oro, la torre Trump de Nueva York. Custodiada por un par de chaperonas que “le organizarán con rigurosidad la agenda durante su mandato”. (¿Mandato?).
Lo cuentan informadores de revistas, periódicos, televisión y radio, en unas crónicas plagadas de lugares comunes y de explicaciones no pedidas: “Lo que muchos no sabían en ese momento de euforia, que esperaron por más de medio siglo, es que Paulina tiene tantas dimensiones que sería equivocado definirla sólo por su belleza. Lo que sabían era que se trata de una niña de la alta sociedad barranquillera muy inteligente, pero hay mucho más” (Semana). Algo de pena ajena me dio tan inspirado párrafo. Sobre todo por aquello de las “dimensiones”; su vida privada pasó a ser asunto público, quedó notificada.
Cuentan también que hay quienes creen que dentro de las responsabilidades de Paulina, con apenas 22 años, están la de “sacar el país adelante”, “hacer justicia a la mujer colombiana”, “levantar sobre este año los siguientes 20 de su vida”, “empoderarse de sí misma”, sonreír 24 horas al día durante 365 días, reposicionar el Concurso, estar en modo inteligente cada que un periodista con ínfulas de intelectual le haga preguntas trampa, hablar bellezas del señor Angulo y aguantarse la gana de jalarle el copetón a Donald para verificar si es o no un bisoñé. Igual la nueva “soberana” (¿soberana?) podría despedirse en el 2016 con un millón de dólares en el bolsillo. Hacer parte de una organización que la exprimirá como a un limón mandarina, sí paga. A qué precio.
No me había referido a este nuevo triunfo aislado —el de Paulina Vega— que tantos compatriotas celebran como propio, muy en la línea que nos caracteriza: el que pierde, pierde solo; el que gana, gana en barra, porque respeto opciones de vida diferentes a las mías. Total, ella está haciendo lo que quiere y le gusta, ojalá le vaya bien. Son los reinados —monarquías o concursos— los que me parecen, desde su esencia, fuera de lugar. Es el andamiaje que todavía, en pleno siglo XXI, se sigue lucrando de estereotipos en vías de extinción, el que me revuelve por dentro. (Lean a Armando Montenegro el domingo pasado en El Tiempo; dicho lo que dijo, poco queda por decir). ¡Arriba las reinas anónimas del diario vivir que, aunque carecen de corona, derrochan majestad!
COPETE DE CREMA: ¡Ay!, Hay Festival. Prefería a mis escritores cuando no robaban cámara en los eventos sociales. Cuando eran más escritores que mercaderes. Pero otra vez será, el espacio es ley. Oh, oh, oh, es más bello vivir cantandooo… Estamos en carnaval, somos carnaval.