Conduciendo por Santander vi a José, Luz, sus tres hijos, un bebé y un cachorro. Estaban caminando por la carretera principal empujando dos cochecitos rotos.
"¿Puedo llevarles?", les pregunté. Cargamos sus cosas en el auto y nos dirigimos hacia Socorro. José es un trabajador agrícola de Venezuela, fuerte y callado. Él también está enojado. Lleva tres semanas trabajando recogiendo café y ganando 15.000 pesos diarios. Apenas cubre la comida para alimentar su familia.
Como todos los venezolanos se fue a causa del hambre, el colapso de los servicios y el sistema de salud en su país, pero aquí también está luchando.
Con la cosecha de café lista, las fincas necesitan trabajadores. Un recolector colombiano puede ganar hasta cuatro veces lo que le pagaron a José en la misma jornada.
Por supuesto, le sale mejor a las fincas pagar menos a los venezolanos. Siempre ha sido el camino del mundo: pagar menos a los migrantes, indocumentados y vulnerables.
Le pregunto a José si ha solicitado registrarse y obtener un permiso de trabajo. Se ve confundido no ha oído hablar de RAMV ni de PEP que puede regularizar su estadía y ayudarlo con las condiciones de trabajo adecuadas. Como muchos venezolanos no tiene recursos, el dinero ni la oportunidad de averiguar sobre estos beneficios. En cambio, está atado a un ciclo de búsqueda desesperada de trabajo.
Dejo a José y su familia en Socorro buscando más trabajo.
Conduciendo por la carretera recuerdo los libros que leí en la escuela: John Steinbeck, Las uvas de la ira, la novela clásica del medio oeste de los Estados Unidos sobre la explotación de los agricultores obligados a abandonar sus tierras en la Gran Depresión. Steinbeck escribió sobre esa miseria y explotación en 1938.
Setenta años después, en Colombia, ¿podemos avanzar?