En su estrategia de seguridad nacional emitida en octubre de 2022, nueve meses después de la invasión rusa a Ucrania, el gobierno de Joe Biden señaló que “Rusia representa ahora una amenaza inmediata y persistente para la paz y la estabilidad internacionales”. Formuló además: “Uniremos al mundo para que Rusia rinda cuentas por las atrocidades que ha desatado en Ucrania. Junto con nuestros aliados y socios, Estados Unidos está ayudando a que la guerra de Rusia contra Ucrania sea un fracaso estratégico”.
En el mismo documento planteó que la amenaza estratégica y global para Estados Unidos es China, mientras que Rusia representaba una amenaza local para desestabilizar a Europa.
La guerra en Ucrania ha permitido a Estados Unidos lograr varios de sus objetivos. En primer lugar, activar la OTAN y reforzarla, incluyendo en ella a Suecia y Finlandia, pero logrando que el peso de la guerra recaiga sobre sus aliados europeos. En segundo lugar, acrecentar su dominio sobre Europa, debilitando sus economías y colocándolas bajo su control. Una prueba de ello fue haber arrebatado el mercado europeo de gas a Rusia y poner a depender a Europa del gas licuado estadounidense, mucho más caro, al tiempo que con beneficios y subsidios ha estimulado el traslado de factorías e inversiones a Estados Unidos, pero al mismo tiempo forzando a todos los países de la OTAN a aumentar su presupuesto militar y hacer enormes esfuerzos económicos para sostener la guerra.
Estados Unidos se ha involucrado como director de orquesta, con la acuciosa ayuda de Gran Bretaña, convertida en un país satélite, y ha suministrado una multimillonaria ayuda económica al gobierno de Zelenski, obteniendo grandes ganancias con la venta de armamentos y suministrando a cuentagotas sus armas más avanzadas como los sistemas Patriot y ahora los anunciados aviones F-16. Estados Unidos pone a Ucrania de escudo para su guerra proxi, decidido a ganarla arriesgando hasta el último ucraniano.
Todo lo ha hecho con un ojo puesto en China, pues la citada estrategia de seguridad nacional ubica a la región del Indopacífico como el lugar central de la disputa con la potencia asiática. Allí ha multiplicado sus esfuerzos, fortaleciendo su alianza con Taiwán, Japón, Australia, Corea del Sur y Filipinas, y haciendo numerosos ejercicios militares con ellos.
Sin embargo, los cálculos estadounidenses no han salido como esperaban. Rusia resultó un hueso duro de roer. Ha mostrado enorme resistencia y superioridad tecnológica con sus misiles hipersónicos, aún no utilizados a plenitud. La ocupación de Bajmut –Artiómovsk, para los rusos, en homenaje a Artiom, un héroe bolchevique de la Segunda Guerra Mundial– convierte en un hecho el control del Donbás por parte de Moscú.
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China sabe que una derrota de Rusia le dejaría al gobierno estadounidense las manos libres para acentuar el cerco a su país y ha resuelto adoptar una actitud de mediador
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Estados Unidos no pudo crear una coalición mundial, sino apenas regional. Los países activos en la campaña antirrusa pertenecen a lo que podría llamarse una OTAN ampliada e incluye a los que siempre han sido aliados suyos.
La mayoría de los países del mundo, incluyendo el denominado Sur Global, o apoyan a Rusia o mantienen una neutralidad benévola y hacen propuestas de paz que de una forma u otra incorporan las propuestas chinas. Decenas de gobernantes han ido a escucharlas a Beijing y hasta Zelenski ha sido interlocutor.
Numerosos hechos han debilitado los enfoques de la OTAN, entre ellos, los acuerdos entre Arabia Saudita e Irán, el reingreso de Siria a la Liga Árabe, los acuerdos entre Armenia y Azerbaiyán y los acercamientos entre India y Pakistán, todos los cuales acrecientan la influencia de China y Rusia y debilitan a Estados Unidos. La situación se pone más grave si a ello se suma el eventual triunfo de Erdogan en Turquía, el mayor compromiso de Brasil con los BRICS y la petición de 18 países de entrar a ese grupo. Le ponen la cereza al pastel las divisiones electorales en Estados Unidos y las pruebas de una creciente corrupción en el gobierno ucraniano.
La reunión del G7 en Hiroshima con su declaración de apoyo irrestricto a Zelenski no parece ser una prueba de fortaleza sino de preocupación, porque la esperada contraofensiva del ejercito ucraniano no está en el horizonte.
El periplo mundial del mandatario ucraniano suplicando el envío de nuevo armamento y las promesas occidentales de otorgárselo en forma triunfalista no se corresponden con lo que sucede en el campo de batalla. Las sanciones económicas contra Rusia no tuvieron el efecto esperado de destruir su economía. China y Rusia se han convertido en el eje de un nuevo ordenamiento económico y geopolítico, con unos BRICS cada vez más fuertes, el Grupo de Cooperación de Shanghái y la Unión Económica Euroasiática, que están invitando a numerosos países a acompañarlos en una propuesta de desdolarización de la economía mundial. Los países de Occidente viven la amenaza de una nueva crisis financiera, con la quiebra de nuevos bancos, la sequía, el alza en los precios de los combustibles y los alimentos, la llegada de miles de migrantes y divisiones políticas que ya han dado al traste con varios gobiernos.
Todo comenzó con la obsesión de Occidente de incorporar a Ucrania a la OTAN, aun acudiendo a un golpe de Estado en 2014 y al apoyo de sectores abiertamente pronazis.
La entrega de nuevas armas a Zelenski amenaza con escalar el conflicto. No hay que olvidar que Putin señaló que si veía en peligro la supervivencia de su nación, no dudaría en acudir a una respuesta nuclear.
De obstinarse Occidente en alimentar la guerra, proporcionando nuevos armamentos como los de uranio empobrecido, misiles de mayor alcance o aviones F-16, en lugar de una paz negociada que garantice la seguridad de todos los actores regionales, podría terminar desencadenando una hecatombe.