HARALD ALVARACO TENORIO

HARALD ALVARACO TENORIO

Por: MIGUEL ESPEJO
agosto 05, 2013
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Harald Alvaraco Tenorio

“Cuánto odio a los mejores de mi generación” (HAT)

Harald Alvaraco Tenorio (el abyecto autor del opúsculo Yo y Borges, y propietario único de un gato chanda llamado Anglosajón), indigno de la sombra de Jorge Luis Borges, a quien vio tres veces desde lejos con la mirada de un mistificador cualquiera, que no tiene mano izquierda sino dos manos derechas, nació en la década de los salvajes años cuarenta del siglo pasado en la población de Vago, por allá en el vasto Valle del Cauca. Siendo aún un niño soñó que los fantasmas de los asesinados por la violencia colombiana le arrancaban la cabeza, como a un champiñón sin suerte, anunciándole una prolongada vida de desgracia.

Desde entonces tuvo por cabeza un rábano (de paja para más señas) y se dedicó a jugar con candela como su padre, carnicero de la carnicería de los pájaros y su tío Emeterio, emérito productor de pollos y vendedor de huevos, al fin y al cabo también pájaro, a quien no logró heredar. Como envidia es tirarle piedra a los amigos descalabró a los dos mejores estudiantes del salón, por lo cual fue expulsado de la escuela primaria y enviado a recoger boñiga tres años para los jardines del cura párroco, con quien cultivó una equívoca amistad.

Por cierto, en su infancia el niño Harald hizo las delicias de su familia, cultivando sapos venenosos. Cuando cumplió ocho años, su tío, mastuerzo y dipsómano, le regaló una carpa a sus nueve pequeñas personalidades esquizofrénicas. De inmediato el precoz Harald montó un circo, que cosechó indigentes aplausos familiares y algunos denarios de cobre. En su cirquito, el Alvaraco representaba el múltiple papel de payaso, chorlito, hiena, perro, burro, cerdo, vaca, zorro y buitre.

Creció a lo ancho, a sus anchas, y nadie supo cuándo arribó a Bogotá, andando y marchando, bañándose por el camino en las aguas del mal, trepado en la mula que era, planta trepadora al fin y al cabo. Supo muy temprano por esas rarezas del destino que dedicaría su vida a propalar los más absurdos chismes, inspirado en su tía desdentada que vendía galletas de coco en la estación del tren del Divino Niño, a provocar la duda y la disensión entre los poetas y, dios sabe cómo, su tío tartamudo le metió en el “caletre” (supongamos que lo tiene) la idea de escribir sonsonetos mientras arrojaba cutucutu y “salvao” a las gallinas cocorotas que no alcanzó a heredar.

Ahí se le prendió el ceniciento bombillo de 30 vatios que heredó de la Colombia que apenas se levantaba sin luz eléctrica y con un préstamo que nunca pagó decidió viajar a España estudiar en la Universidad de la Compostera y la Svástica, donde cantaba arrobado en un coro franquista, aunque no aprendió nada, excepto una deslumbradora ortografía que le significó ganar el premio en la Escuela Carrero Blanco, de la provincia remota de La Mancha, que no se ha podido quitar ni con estropajo (le siguió el galardón Simón Bobito, en Cartagena, otorgado por Pombo).

Por influencia de su tío Emeterio, integrante de Los Chaparrines, viajó a China a por lana y volvió trasquilado, pues Lu Sin las emprendió contra él dejándolo empelota y sin palabras. En otra ocasión, un maestro zen le dio físico palo a manera de koan, hasta que tuvo que desistir de ser él mismo y aparentar ser apenas tristemente la sombra impostora de un Borges evanescente.

Volvió al país, y ya en Bogotá buscando su norte, y para demostrar su vocación sin género trabajó denodadamente sin salario para los gringos de la Asociación Colombo-Americana, padeciendo para poder pagar las arras de un cuarto arrendado en una pensión del barrio Santa Fe, infestado de rostros prostibularios y patibularios. Durante muchos años el mayor deseo de Alvaraco, alias Matraca, fue hacer parte del coro de la policía nacional y entre tanto, nadie sabe cómo, llegó a profesor universitario aunque se quedaba dormido en clase, y se le caían entre ronquidos agónicos las rosquitas, sus laminitas de Satanás y las fotografías de sus inalcanzables muchachos, habidas no se sabe cómo, que había ido coleccionando con delirio.

La loca ansiedad de sus días a la deriva lo rebasó, y entonces se atragantó con gula y sin decoro, hasta que su estómago pantagruélico le impedía caminar, se le hinchaban los pies y las sonoras flatulencias que no podía evitar lo avergonzaban ante sus escasos amigos.

Padeció interminables noches de insomnio, tratando de copiar con rabia inútil los textos de Kavafis en la suma de su gordo monstruo, al que denominaba “Summa del Cuerpo” y de los poemas aqueos que saqueó, hasta que un by-pass gástrico lo eximió, como una campana en el postrer round, de su estómago de aspirante a vaca sagrada sin porvenir.

En un tiempo en que la poesía rozó a las multitudes, Alvaraco Tenrorio, hiperuribista, émulo de Tograth, Obdulio y Julián, comenzó a albergar un coprofágico odio a los poetas colombianos, a quienes deseó todo lo peor de sus vidas y los amenazó de muerte a través de un buen mozo guía de hotel de Puerto Valdivia llamado Edilson Mira Barrera si no se sometían al pensamiento único visigodo que rige al país desde hace 200 años. Envió a todos numerosos anónimos y panfletos, que terminaban invariablemente en arengas: ¡Viva Franco! ¡Viva Salazar! ¡Viva Mussolini! ¡Viva Hitler!

Entre tanto, la fe de carbonero de Alvaraco en su propia poesía, encomendada desde el 9 de abril de 1948 al Padre Marianito, se derrumbó literalmente, después de haber aprobado inútilmente los cursos de tensión dinámica de Charles Atlas, ciberespionaje, autoestima y autopromoción desesperada, que realizó por radio y correspondencia.

Ingresó Torquedama entonces por la puerta estrecha del franco deterioro moral. Viéndolo bien, pensaba, toda su vida había sido un fiasco. Entonces se auto-postuló como candidato a Fiscal General de la Nación y a miembro de la Generación Desencantada, hablando en nombre de los poetas excluidos que ya ni siquiera lo reconocían, en las calles donde arrastraba tedio y murria, y sus patas de mastodonte que huyen de una sola sombra larga.

Se rebeló contra la tradición oral acusando de corruptos a todos los festivales de poesía del mundo, a los que ya nadie lo invitaba por latoso. Exaltó exclusivamente desde las páginas amarillas de los diarios falangistas a la “otra tradición”. Se enterró en la simpleza insulsa, hija de la analfabeta ausencia de imaginación, su espíritu cayó debajo de las uñas de sus pies callosos, más abajo de la ley de gravedad que lo hala abajo con pavura, hacia la vasta e ingobernable masa telúrica, desde que abandonó su terruño donde albergó a bandidos para vivir en la helada Bogotá, en un lujoso apartamento de la Torre Bávara cedido por la Fiscalía (su jonrón), viviendo durante años de cuenta del fisco y de los colombianos, hasta ahora que expira entre ronquidos de odio en llaga viva entre Masturbaco y Pereira del Diábolo, entre papeles amarillentos con memorias calcáreas y resecas como restos de conchas inmersas en la arena estéril.

Ese a grandes rasgos es nuestro provocador del día, de vieja data detective senil, con las manos en los archivos autoritarios de la oficina que solo él conoce en la aldea que sabemos (tiene un archivo secreto para cada poeta, que un grupo alimenta) donde indaga entre estresado y angustiado cómo se llamaba el primer novio de Piedad Bonnett, o el compañero de pupitre de Nicolás Suescún en la escuela, si William Ospina opina de verdad o de mentiras de un lado o del otro, si hablaba Rubayata de las manecillas del reloj del poeta Roca, su epónimo hijo, y si éste usa un sombrero prestado a Pierre Cardin, si Abad Facio Lince querrá o no a Julio Mario Santodomingo o a su augusto papá que lo mira con aire reprobatorio desde las páginas de su libro Para Olvidar de Memoria, si Pedro Alejo se ponía calzonetas cuando su papá le decía cagón, y cuánto whisky habrá bebido José Mario en la última ida o venida de El Catire después del premio. Cuánto odio de la hiena para Mameca, chismes todos resumidos en su decadente libelo Alquetraba.

Todas las hablillas sobre aquellos que el inquisidor que desarrolla por encargo una guerra sucia contra los poetas colombianos, para intentar vanamente arruinar el prestigio de la poesía, hubiera querido encarnar algún día, fruto marchito de la insania de un libelista malogrado y servil, provocador hasta los tuétanos, con un pie en la tumba prestado y el otro en el más allá de los condenados, acusando, amenazando, dando codo, azuzando, trampeando, acosando, dando dedo, calumniando, persiguiendo sistemáticamente, disociando, malquistando… por una apuesta que perdió.

A punto de estirar la pata, víctima de su propio odio, fue ingresado hace poco en una clínica de Pereira, donde fue operado y asistió al implante en su cuerpo de un reloj despertador y un metro y medio de mecha. De ahí salió más muerto de rencor & pesar del bien ajeno y afirma que ya no lo detendrá nadie. Pero gimotea, gimotea, este policía de vocación. Y en cualquier momento su reloj lo llamará a cuentas y aunque el abyecto muera le seguirá dando la hora.

A Mister Harald Alvaraco Tenorio: nadie lo mira, nadie le habla, nadie lo invita, nadie lo publica, nadie lo entrevista. Que las ánimas del purgatorio no se apiaden de él.

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