La propuesta autoritaria es un callejón sin salida. Un régimen autoritario podrá durar décadas incómodamente sentado sobre las bayonetas a que aludía Napoleón, pero finalmente caduca si la agonista es una sociedad con solidez democrática.
El último informe de The Economits sobre el estado actual de la democracia en el mundo es preocupante. Paradójicamente es una monarquía la que mejor puntúa de 0 a 10, —Noruega con 9,81— en la clasificación que mide cinco ítems: procesos electorales y pluralismo, funcionamiento del gobierno, participación política, libertades civiles y cultura política.
En la región, Uruguay (8.66) encabeza la lista, aunque descendió tres puestos respecto al informe anterior, y se ubica 13° en los167 países estudiados.
Lo grave para Latinoamérica —que sigue siendo la tercera región más democrática del mundo, detrás de América del Norte y Europa Occidental— es que importantes democracias de la región estén calificadas como «defectuosas», a partir de ubicarse entre los 10 países más peligroso en el mundo: México, en el tercer puesto; Brasil, en sexto lugar y Colombia en el décimo puesto.
La región adolece de inequidades crueles que explican —aunque no justifican— panoramas de creciente inseguridad, y crimen organizado que no es del caso analizar en esta columna.
Quiero referirme a las [nuestras] responsabilidades de la sociedad civil, en cuanto tal, para fortalecer nuestras democracias. Empecemos por admitir que ninguno país latinoamericano está exento de perder su régimen republicano. Los ejemplos sobran; avances autoritarios, cuando no regímenes dictatoriales, conviven con democracias más o menos inequitativas en Centroamérica y Sudamérica.
Si elevamos la mira hacia el resto del mundo, el panorama no es aleccionador respecto a la confrontación entre democracias y autoritarismos.
Sin embargo, hace 100 años la democracia estuvo en mucho mayor riesgo que hoy y, no obstante, sobrevivió.
Evoquemos: recién culminaba la Gran Guerra (1914-1919) y Occidente se atemorizaba ante la posible expansión de la Revolución rusa (1917), que aún no mostraba su verdadero rostro, pero servía de justificación para la galvanización nazi-fascista.
Hans Kelsen (1881, Praga – 1973, California) lee correctamente en 1920 y en 1929 los riesgos que amenazan a las democracias de entonces. Y cumple a cabalidad con la responsabilidad del intelectual comprometido.
Erudito como era, publica con diferencia de nueve años dos ediciones de su trabajo «Sobre le esencia y valor de la democracia», en el que advirtió del inminente peligro que suponían los totalitarismos en ciernes: provenientes de la izquierda y la derecha— que degenerarían en la II Guerra Mundial (1939 -1945) con la agresión bélica de Hitler— secundada por Mussolini y Japón— contra las democracias.
Kelsen se batió a fondo en defensa de la democracia cuando los propios europeos no creían lo suficiente en dicha forma de organizar el poder político nacido 140 años antes.
El gran jurista austríaco destaca en la escena cultural europea del siglo XX por «La defensa del derecho» (1934) y una profusa obra doctrinaria, donde desarrolla las bases para la construcción del derecho como ciencia positiva. Pero su contribución a la democracia no fue menor si se toma el trabajo de adentrarse en sus textos referidos a ella.
Europa había sufrido los cuatro años de carnicería de la I Guerra Mundial —10 millones de muertos y 30 millones de heridos graves— y padecía una ruina emocional e intelectual que derivó en «los años locos», en un intento de olvidar. Es el mundo moderno en el que «los dioses no tienen ni pueden tener cabida» para Max Weber (1864-1920), padre de la sociología alemana, miembro del equipo de negociación alemán en el tratado de Versalles y también de la comisión que redactó la Constitución de Weimar.
Kelsen publica su primera edición de «Esencia y valor de la democracia» (1920), siendo testigo de la caída del imperio Habsburgo, del zarismo, del imperio alemán, del Imperio otomano; del nacimiento de la nueva República Austríaca, de la creación de Checoeslovaquia y Yugoslavia; de las tensiones entre parlamentaristas y partidarios de un Ejecutivo fuerte y de la creciente influencia de la Revolución rusa en Europa.
Según la historiadora italiana Sara Logi [*] especializada en la obra del jurista austríaco, la democracia, los derechos y la representación, son aspectos clave para Kelsen.
La democracia como sistema político es caracterizada por Kelsen como la participación directa de los ciudadanos en las decisiones políticas, un sistema de representación, en donde se daba la inevitable separación entre el gobernante y los gobernados, así como la garantía de los derechos fundamentales.
La correspondencia perfecta entre la voluntad del gobernante y la voluntad de los gobernados es imposible de alcanzar, por lo que Kelsen propone acotar ese margen mediante la participación de los ciudadanos en la formación de la voluntad del Estado por un sistema de representación «proporcional».
En los años veinte eran muchos los movimientos políticos que se autoproclaman democráticos. Y a juicio de Kelsen no cuentan con los requisitos apropiados para ser considerados de esa forma. En particular el Bolchevismo y Lenin (1870-1924) quien pregona haber creado «una verdadera democracia», una democracia directa, que superaba el «viejo» sistema parlamentario. Kelsen sostiene que las estructuras creadas por los bolcheviques — «micro parlamentos»— llevaban a una forma «hipertrófica» de parlamentarismo.
La segunda edición de su defensa de la democracia publicada en 1929, es una voz en el desierto. Mussolini lleva siete años de imperar en Italia fascista. La crisis del 29 repercute dramáticamente en Europa. Los movimientos antisistema crecen sea a la derecha o la izquierda del espectro político. El ex soplón policial Hitler incendia a las masas con sus eslóganes que proclaman el darwinismo social, bombean el racismo, reivindican el espacio vital, impulsan el anti bolchevismo y azuzan el antisemitismo.
En ese convulsionado contexto, Kelsen argumenta que existe una gran diferencia entre la democracia real y los soviets, como también entre quienes abogan por una dictadura extrema —Carl Schmitt (1888 - 1985), jurista alemán nazi— o un partido único, con su componente de «corporativismo».
Respecto a los soviéticos la diferencia radica en los valores: los bolcheviques ostentan una constitución que niega «de jure e de facto» la universalidad de los derechos, prerrequisito fundamental para cualquier democracia. Es la «dictadura del proletariado» también criticada entre otros por el socialdemócrata checo-austríaco Karl Kautky (1854-1938). El sistema soviético niega los preceptos básicos de una democracia: la libertad y los derechos.
Respecto a quienes desde la derecha de entonces impulsan sustituir al parlamento tradicional— «terreno para el cultivo del parloteo y la intriga», en expresión citada por Weber— con «parlamentos técnicos» o con «organizaciones corporativas» con base a «grupos profesionales».
Kelsen es contundente: el corporativismo es incapaz de tomar eficientes decisiones políticas para toda la comunidad además de ser inadecuado para prevenir la «dominación de clase». Y contrargumenta con el «principio de mayoría dentro del espectro del parlamentarismo».
«La mayoría (…) presupone, por esta definición, la existencia de la minoría y, en consecuencia, el derecho de la mayoría presupone el derecho de existencia de la minoría. A partir de esto se engendra, no tanto la necesidad sino la posibilidad de salvaguardar la minoría en contra de la mayoría. Esta salvaguarda de la minoría es una función esencial de los así llamados derechos fundamentales y de libertad, de los derechos del hombre y del ciudadano, que están garantizados en todas las constituciones modernas de democracias parlamentarias».
Kelsen reitera la importancia de la representación proporcional lo que permite que las leyes surjan como resultado de compromisos, de consensos entre los partidos, y no de imposiciones de mayorías aplanadoras.
Kelsen es expulsado de la Corte Constitucional en 1930 y debido a su origen judío el ascenso del nazismo le obliga a abandonar Alemania. Tras sendos periodos en Ginebra y Praga, en 1940 emigra a Estados Unidos donde reside hasta su muerte en Berkeley.
[*] Sara Lagi obtuvo el grado de doctora en Historia del Pensamiento Político Europeo por la Universidad de Perugia en el año 2005. Es catedrática de la Universidad de Turín.