Hoy es diferente, pero hace varios años Europa nos despreciaba, nos miraba por encima del hombro. En 1997, cuando los colombianos eran extraterrestres en el fútbol inglés, apareció un adelantado en el tiempo.
Modelo 74, ensamblado en Quibdó, su apellido no debió ser Ricard sino Ricardo. A su abuelo lo adoptó una familia de apellido Ricardo, pero él, irreverente como sería su nieto, para ser original le mandó a quitar la “o”. Hamilton Ricard, así no más, fácil de pronunciar para el británico promedio.
Desde chico se hizo hincha del Cali y allí mismo debutó a los 18. Era un portento físico y, además, hacía goles. Y muchos. De verde dejó salir todo su genio, su talento para ajustarla dentro de los tres palos. A pesar de su corta edad salió campeón en el 95/96, en aquel torneo extraño que se jugó con calendario europeo. Un año más tarde salió goleador.
A sus 23 años, después de casi 80 goles, pasó lo imposible. Por su nombre, quizá, en Inglaterra no se dieron cuenta que era colombiano y fueron a por él. El histórico Middlesbrough fue a la calurosa Cali y se lo llevó por dos millones de libras esterlinas. Derechito, sin escalas. Para entonces, como hoy, el ‘Boro’ luchaba en segunda y en su primera temporada, aun acoplándose al fútbol inglés, Ricard logró el ascenso.
Luego se convirtió en el segundo colombiano (conozca al primero) en jugar en la Premier. Esa temporada hizo 18 goles y quedó de quinto en la tabla de goleadores. En el ‘Boro’ vimos a un Hamilton intratable. Riverside Stadium se enamoró de él y la hinchada coreaba “Colombia, Colombia” cada vez que Ricard tenía la redonda.
Estuvo cuatro años en la isla. De este lado nos emocionba verlo triunfar en la Premier. Nos parecía algo increíble. Pero a sus 27 años cometió un error garrafal, de juvenil, de pelao. A pesar de haber promediado 30 partidos en cada una de sus cuatro temporadas en el Middlesbrough, Hamilton dijo que estaba aburrido por no jugar todo lo que le gustaría. Y en la élite eso se paga. Esa declaración de inconformismo fue, según él, su más grande arrepentimiento, y con razón.
En un parpadeo ya estaba en Bulgaria. En lo económico dio un paso al frente, pero en lo deportivo, dos atrás. En el CSKA de Sofía no despuntó y de Hamilton no volvimos a saber, al menos no del gran goleador. Pasó sin pena y algo de gloria por Japón, Ecuador, Chipre, España, Uruguay, China y Chile antes de regresar a Colombia, al Quindío del Pecoso en 2011. Para entonces ya era un hombre curtido, de 37 años. Sus 5 títulos –dos en Chipre y tres en Uruguay– no fueron suficientes para pasar el trago amargo que fue salir de la Premier.
Se retiró en 2012 en el Cortuluá. A sus casi 40 años fue el que más corrió. “La cédula no juega”, decía de él un entrenador y luego lo ponía como ejemplo modélico de sacrificio y entrega. Hamilton siempre lo dejó todo en la cancha. Queda para nuestra imaginación lo que hubiera podido ser de él si se hubiera callado su aburrimiento y hubiese hecho oídos sordos a su representante.
En Colombia lo recordamos porque, a cuenta gotas, le regaló algunos de sus goles a la Selección. Su historia de amarillo se resume en dos momentos eternos. El primero fue un gol rarísimo, pero importantísimo contra Uruguay en las Eliminatorias al Mundial de Francia 98; cayéndose de espaldas, con el exterior del píe, hizo el gol del empate en Montevideo. Luego, ya en el mundial, se inmortalizó por putear a la cámara mientras sonaban los himnos antes del partido contra Túnez.
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