Las cifras al igual que los muertos, los caminos o el curso de los ríos cuentan cosas, tienen historias. Así ocurre con los datos de la desatención en salud, precarización del trabajo, desfinanciación de la educación, ejecuciones legales y extralegales, y el hambre y la miseria que ponen al descubierto una política de exterminio forjada en el largo plazo sobre gente marcada como prescindible, sobrante, que sin saberlo saca a la luz la desigualdad y el déficit democrático.
Con la reciente dictadura que avanza con un discurso de poder que suma odio con leyes de venganza, nada cambiará y Colombia tenderá, a menos que haya un colapso estructural, a seguir siendo anunciada como un país entre el hambre y el desperdicio de comida, como titula de un informe periodístico de El Tiempo.com (oct 2018), que señala que “150 indígenas colombianos y venezolanos” desde hace dos años se alimentan de residuos que disputan con chulos y ratas en el basurero de Puerto Carreño. Es el hambre que no reconoce fronteras, y permanece a la vista del mundo, como lo repasa el film La pesadilla de Darwin, donde en el África (como aquí) la guerra produjo hambre donde había paz y abundancia, y a los nativos pescadores les quedó sacar del basurero las espinas sin carne del pescado. Son 815 millones de personas con hambre en el planeta y aunque la comida alcance para alimentar dos veces a la población entera, hay un genocidio del que son responsables los detentadores del poder y la riqueza.
El hambre en Colombia existe. La padecen 3.2 millones de personas sin seguridad alimentaria. Son cerca del 7% de población, subalimentada, con privación crónica de alimentos (FAO), que aprendieron a sobrevivir mientras las viejas armas se comían el presupuesto de su alimento y las nuevas amenazan con comerse las oportunidades de niños, jóvenes y viejos. Adicionalmente, la opulencia de pocos desperdicia 300.000 toneladas diarias de comida, suficientes para alimentar a ocho millones de este país y del país hermano, y la clase política, ante la indignante cifra del hambre, padecida “en democracia”, no intenta siquiera atacar el problema de fondo promoviendo límites al enriquecimiento que la provoca, si no que anuncia tramitar una ley que prohíba desperdiciar la comida. Algo similar, inútil y despreciable, ocurrió en 1918 con un decreto que prohibía la mendicidad en Bogotá, sin la menor preocupación por cambiar las condiciones que provocan el fenómeno. Los nazis, igual de audaces, crearon guetos con judíos y luego organizaron paseos para convencerse que matarlos por hambrientos era la solución. La trampa del poder es convocar a mirar a otro lado, y tratar solo con paliativos las consecuencias sin el menor acercamiento a las causas.
Son 3.2 millones de hambrientos en Colombia, cifra suficiente para cuestionar los anuncios de avance en democracia, inclusión y respeto a los derechos. La cifra pone de relieve que la solución a problemas endémicos, convertidos a violencias contra la niñez, es orientar la política a tratar las causas y crear condiciones de garantía y protección, que justamente el gobierno no asume porque es ideológicamente contrario a las soluciones requeridas. No promueve paz, equidad, ni eliminación de las barreras de discriminación y exclusión que producen hambre, miseria y violencia contra los débiles, porque su poder responde no al interés ciudadano si no al de mafias y partidos comprometidos con corrupción y criminalidad, que no demandan nada distinto, que no sea en beneficio propio.
En lo corrido del siglo XXI las estructuras de desigualdad han permanecido estables, con insignificantes cambios en las desalentadoras cifras de una realidad que no se resuelve con discursos de odio, populismo punitivo, ni las salidas de guerra que pretenden acabar el hambre con balas y la marginalidad alistando soldados. El 10% de niños padecen desnutrición crónica que afecta su presente corporal e intelectual y el futuro propio y del país; 2.5 millones de niños tienen algún tipo de limitación especial de carácter cognitivo, sensorial o motor por el que son discriminados y; más de 35.000 niños son explotados sexualmente por mafias que lavan sus ganancias en la economía legal; otros 35.000 (o quizá parte de los mismos) pasan la mayor parte de su tiempo y de su vida en la calle y fueron y siguen siendo maltratados y humillados y; del millón de niños que fueron desplazados forzados durante la última década del siglo XX no hay rastro (Datos de Unicef, la niñez en Colombia).
Al agrupar los datos la realidad resulta todavía más crítica, porque no hay interés expreso del Estado por ofrecer garantías de solución mediante el acceso a bienes materiales para superar carencias conforme a la universalidad que exigen los derechos para todos. Las cifras reales (distan de datos formales que cambian metodológicas para maquillar informes) y su tendencia es similar en la década con un promedio de 14.5 millones de personas en condiciones de pobreza y 4.5 millones en indigencia. En el todo de desigualdad 10 millones de personas (una de cada cinco) son las víctimas del conflicto armado, a las que el no del plebiscito por la paz les arrebató la posibilidad del pleno reconocimiento de personas con derechos y otra vez son negadas, revictimizadas, porque el gobierno se opone a la paz conquistada.
De entre las víctimas más de 7.5 millones son desplazados forzosos, que huyen, no van en grupos por las carreteras porque los matan, se camuflan en cordones de miseria, aprenden a sobrevivir como invisibles. Otros tantos excluidos y hambrientos “sobreviven” en alcantarillas, árboles, andenes, plazas, parques, botaderos de escombros o en basureros. Solo en Bogotá son más de 10.000 “habitantes de calle” en la miseria total, absoluta, sin sueños ni esperanzas, sin sentido de realidad, expuestos a la vida biológica, sin nada, sin agua, ni comida, ni ducha, ni letrina, sin lavarse los dientes o usar desodorante, sin intimidad, sin prendas de vestir. Seres que cada vez que respiran contradicen las teorías de la capacidad del cuerpo humano para resistir y de la mente para existir como sobrevivientes. Son colombianos, hombres y mujeres, sin patria, ajenos, marginados, no están locos, ni todos son drogadictos, ni ladrones, ni potenciales violadores, son gente despojada a la que el sistema de poder en su codicia e indiferencia extirpó su humanidad.
El gobierno y los beneficiarios del poder del Estado y de la riqueza del país no se conmueven con estas cifras, no están en sus cuentas, ni su programa de gobierno, solucionar esta realidad no ocupa su interés, ni saciar el hambre ajena les mejora sus ingresos, sin ellos se quedarían sin con quien experimentar juegos de guerra de verdad, sin su cantera de pobres, hambrientos y víctimas no tendrían asegurado su futuro. Las cifras muestran el desmantelamiento del Estado social, porque del Estado de derecho queda muy poco. La verdad oficial es montada con falsificaciones, ofrece leyes donde se necesita comida y entrega odio donde debía florecer la paz. Los medios de comunicación y en especial la televisión privada que vive del Estado, se encarga de controlar las mentes ciudadanas distrayendo, mintiendo y creando ficciones para adormecer y ocultar a los responsables de toda o casi toda la desgracia, que es cambiada por histeria y odio hábilmente hoy conducido por el partido de gobierno (C.D) que en lo corrido del siglo XXI ha moldeado a su antojo a la opinión y convertido al país en el rehén de sus desvaríos y sueños de poder absoluto y total de dictadura en democracia.
P.D. El 10 de octubre, con las universidades en la calle, comienza una era de nuevas y seguramente indetenibles movilizaciones sociales por la reconstrucción del Estado social y de derecho, y el respeto a los pactos de derechos para avanzar a una sociedad en paz, libre de mafias y corrupción en el control de la vida y del país.