Se asombran muchos del veinte o veinticinco por ciento de favorabilidad que le aparecen a Maduro en las encuestas.
Y se asombran otros de la maldad de ese hombre, y de su pandilla armada, que no deja entrar comida a un pueblo hambriento ni medicinas ni incubadoras ni gasas o algodones cuando se muere de enfermedades que en cualquier lugar pueden curarse.
Pues para no asombrarse basta comprender y para comprender basta enlazar los dos motivos de asombro.
Maduro no deja entrar comida, porque el hambre es el primer argumento del servilismo. Por un plato de comida para un hijo hambriento, un padre o una madre hacen cualquier cosa, incluida la adhesión a un déspota miserable. Lo que significa que a estas alturas, los que se han robado a Venezuela tienen recursos, el petróleo que logren vender, el oro que les queda y las promesas que no les faltan, para darle comida a un cuarto de la población de Venezuela. El maldito “carné de la Patria” es una cartilla de racionamiento que se puede cambiar por unos fríjoles, algo de arroz o un kilo de carne para la semana. Y los demás, que coman lo que consigan de cualquier modo que sea, empezando por lo que reciben de quienes salieron de Venezuela para trabajar en no importa qué y para mantener a sus parientes en la miseria.
Maduro no deja entrar comida,
porque el hambre es el primer argumento del servilismo.
Por un plato de comida para un hijo hambriento, un padre o una madre hacen cualquier cosa,
Y ahí está la clave del segundo acertijo. Maduro no puede dejar entrar comida, porque los que la reciben no van a depender del “carné”, al menos por unos días y pueden operarse de una apendicitis antes de que se infecte mortalmente.
El sistema es muy viejo, de modo que no puede atribuirse a Maduro o a Diosdado la gloria de inventarlo. El señor feudal robaba la producción de los siervos y les retornaba en comida la necesaria para subsistir, siempre y cuando se mantuvieran leales al amo. La dependencia del señor, para evitar el hambre, sobraba para reconocerle el derecho de pernar.
En este siglo que acaba de pasar, fue el padrecito Stalin el que logró la meta de poner de rodillas uno de los más grandes pueblo de la tierra. Al tiempo pero aún por encima de las crueles purgas de los años treinta, le quitó la comida al que protestara. Y lo hizo como con Ucrania, el país más rico de lo que sería la Unión Soviética, al que logró reducir al hambre absoluta. Los historiadores calculan en seis millones de personas las que hizo morir allá de inanición. Así entrenado extendió el sistema a los kulaks o campesinos con alguna propiedad, a los que saqueó, asesinó o envió en trenes para transportar ganado a “algún lugar alejado”. (Entiéndase Siberia). En aquellos campos de concentración y muerte, el sistema era sencillo: el que protestara, de cualquier modo que fuese, no comía.
El hambre es un remedio infalible contra la inconformidad. No falla. Por eso Castro ha sido tan eficiente. La cartilla de racionamiento es un argumento invencible a favor de la patria comunista. ¿Ahora sí entienden queridos amigos el veinte o veinticinco por ciento de favorabilidad de Maduro? Esos son los que comen en Venezuela y defienden su comida con la ferocidad del esclavo que la ve amenazada.
Venezuela tiene hambre. Esa es la lección primera. Y no por accidente. Es un plan preconcebido y eficaz para dominar al país. Y por eso son tan peligrosas las ayudas humanitarias, que por supuesto no llegan con armas o elementos cancerígenos, como dicen algunos imbéciles, sino con una arma peor: la independencia de los que comen. Su posibilidad de oponerse al atroz latrocinio que se comete contra esa Nación, la más rica de América. El derecho de opinar, disentir, pedir cuentas, rechazar la tiranía.
Esta visión se aparta y contradice todas las que se propusieron hasta hoy sobre Venezuela. No es por codicia, ni por ignorancia o incompetencia, que todas las penurias sobrevinieron en nuestra querida hermana. Es puro cálculo maldito del tirano y sus inspiradores desde Cuba. Esos bandidos entrenados por los Castro, aprendieron la lección de los señores feudales y sobre todo de su guía y modelo, el padrecito Stalin. Si quiere un pueblo esclavo, sométalo al hambre y resérvese para darle, a cambio de su dignidad, de su libertad y de todos sus derechos, un plato de comida.
Ahí está, lección segunda, el horror de estos bandidos por los centros de acopio que se forman alrededor del país y por las donaciones que llegan desde muchos lugares de la tierra. Traen un arma peor que los tanques y los aviones y los fusiles. Traen comida sin exigir a cambio nada. Viene con amor y con la esperanza de ver ese pueblo, el más rico de América, disfrutando la Libertad, el único bien que le hace falta.