No es fácil saber si lo que tuvo en mente el director Sebastián Hofmann al rodar Halley (2012) fue contar, a su manera, la transformación física que Gregorio Samsa sufrió hasta despertar convertido en un monstruoso insecto. Lo cierto es que la ópera prima de este mexicano con estudios de cine logra poner en la pantalla, al igual que en el papel la obra literaria del escritor checo, una serie de interrogantes sobre el vacío que comporta la vida misma pero en un contexto más cercano a los latinoamericanos. Y qué contexto.
En un poblado mexicano sin nombre pero de una economía y dinámica social de carácter nacional que de inmediato deja ver que se trata del D.F., Beto, el protagonista de la historia, ve descomponer su cuerpo en la medida que su personalidad se desarraiga del entorno en que transcurren sus días, todos ellos de un gris que su rostro refleja como un cadáver insepulto.
Con un lenguaje con que el cine mexicano --a través de obras como Japón (2002) o Año bisiesto (2010), para dar ejemplos, curiosamente también óperas prima-- ha demostrado haber asimilado formas narrativas de países europeos mejor que otras filmografías de estas latitudes, el personaje interpretado por Alberto Trujillo comprueba que muchas veces no es el mundo quien nos ignora, sino que somos nosotros mismos quienes contribuimos a poblarlo de silencio. En efecto, pese a contar con un empleo (guardia de seguridad en un gimnasio, detalle no gratuito que remarca la importancia que toma el cuerpo en el film), un hogar y altas posibilidades de ligar con una mujer no desprovista de atractivo, este hombre no encuentra en él mismo una razón de ser. Realmente no es un zombi, pues no ha muerto primero, pero tampoco puede decirse que viva del todo. Halley es la crónica de una muerte enunciada.
Si bien el autor ha querido restar análisis al factor filosófico que destila la cinta, haciendo más énfasis en lo concreto que resulta la explícita putrefacción de Beto, teniendo además el largometraje como base un cortometraje anterior, Jaime Tapones (2011), este último mucho más concentrado en aspectos clínicos, la incertidumbre que genera la película es en gran medida respecto a las emociones del protagonista.
El problema es que al vacío que personifica Beto no puede ni siquiera llamársele angustia. Es tan inmenso su silencio que borra incluso las preguntas que se hace, dejando al personaje convertido en un andrajo que se arrastra por una ciudad que le sirve de morgue. De allí que enfrentarse al hecho de la enfermedad, sólo teniendo como criterio los síntomas físicos, por demás bien logrados por parte de los responsables del maquillaje, sea todo lo que puede hacer el espectador.
Lo anterior lleva a la válida clasificación de la película como una de zombis, o que raya incluso en el género de terror. De ser así, el final de la cinta resulta ser un lunar deseable de ocultar. Sin embargo, como sucede siempre, puede haber quien lo encuentre aceptable, e incluso seductor.
De cualquier modo, en tiempos en que los muertos vivientes parecen haber devorado el cerebro de quienes los llevan a la pantalla, la propuesta de Sebastián Hofmann resulta original y brillante en el ámbito cinematográfico. Casi tan especial como el cometa que da título a la cinta. Aunque anuncia que su próximo proyecto será más bizarro, esperamos que mantenga la cadencia y el pulso con que dibujó este particular retrato de un muerto fallido.