Es casi la una de la madrugada y el panorama fuera de la sala de urgencias del hospital del municipio de Malambo (Atlántico) es similar al de una esquina. El parqueadero ha sido invadido por motocarristas a la espera de pacientes que lentamente salen por una puerta alterna custodiada por dos sujetos que también parecen motocarristas. No tienen insignias ni mucho menos uniformes. Él tiene un buzo gris, unos jeans comunes y tapabocas (al principio lo confundí con un paciente o acompañante). Ella, por su lado, tiene un pantalón negro y botas de seguridad, una camisa blanca manga larga, el cabello suelto hasta los hombros y el tapabocas sujeto al mentón.
Conversan entre ellos en tonos muy altos sobre los pacientes críticos de la noche anterior sin ningún respeto ni privacidad. Como no hay sillas afuera de la sala, estoy sentado en el suelo como muchos acompañantes impedidos por los sujetos que ya mencioné.
Él me dijo en un intento desesperado por entrar a ver mi hijo de un año y dos meses, enfermo por unos vómitos y deposiciones de mal color, la siguiente frase: “Valesita, aquí el que dice quién entra y quién no soy yo". Me abrió y me obligó a salir. Dentro de la sala, continuo a la puerta hay una mesita que no cumple ninguna función específica salvo la de ser el asiento de ella mientras él está acomodado en la silla de ruedas que se supone que es exclusiva para los pacientes.
Mi mujer acaba de salir y me dice que el niño está bien, que duerme tranquilamente y estamos la espera de unos exámenes que el médico de turno le ordenó. Me informa que el resultado tarda unas dos horas, aproximadamente, y por otro lado se queja de todo el tiempo que duraron para ser atendidos, casi dos horas. Logro entrar después de que mi mujer casi le ordena al de la puerta que me deje pasar mientras ella sale por un tinto, supongo que para apaciguar el sopor de la espera que nos aguardaba.
Por fuera el hospital tiene una fachada moderna pero modesta, propia de un centro asistencial donde apenas están llegando los recursos que proporciona el Estado. La puerta principal está clausurada y casi no se puede ver hacia adentro, hay muchas sillas adentro pero nadie en ellas, mientras que afuera los mosquitos se comen a los acompañantes que no lograron entrar. El pasillo es largo y huele a límpido.
El personal se ve disperso y se oyen llantos de niños y conversaciones no propias de una sala de urgencias. Hay dos recepcionistas que supongo son los encargados del triage, ninguno se mosquea ante mi presencia puesto que están inmersos en sus celulares. El frío es tenebroso, lo acompaña muy bien el sonido de las máquinas de respiración.
En la sala de pediatría donde están los bebés también hay señores de edad, unos tosen fuertemente y otros duermen. Al lado de la camilla de mi hijo hay una bebé de unos tres meses a la espera de ser valorada y canalizada, pero la aguja no llega, tiene media hora de retraso, al parecer el hospital no cuenta con una en el momento.
Mi hijo duerme y le pido a Dios que los resultados no tarden. Me piden que salga y lo hago. Un auxiliar que llevaba en una carretilla dos cilindros de gas me hace una seña y me devuelvo abrirle las dos puertas que dan paso a pediatría. Una mujer llora y dos enfermeras salen disparadas verificar qué pasa. Un niño convulsiona en un camilla que es atendida por una jefe de enfermeras, ella ordena llamar al doctor que no se encuentra en el momento en el hospital. Llego a la recepción y sonrío de asombro al ver al guarda maniobrando la silla de ruedas como si fuese discapacitado.
Paso un rato largo afuera del hospital y los mosquitos me atacan sin clemencia, pienso en que lo mejor será sacar un cita de pediatría con mi EPS, pero recuerdo que la bolsa de empleo aún no me da solución sobre mi afiliación: es que técnicamente estoy suscrito a Salud Total, pero el copago para la cita tiene un precio de treinta y tres mil pesos, los cuales no los tengo aún, la quincena está lejos. Me informan que llegan los resultados y el médico que me los lee solo me dice: “eso está dando”.
Estas situaciones se viven a diario fuera de los centros asistenciales de salud en el país. Si tienes suerte de que te atiendan lo más probable es que te devuelvan para tu casa solamente con un cartoncito de acetaminofén y unas indicaciones acompañadas de “eso está dando”. Es triste pero es nuestra realidad. Un mal servicio, EPS que no responden ante tus peticiones y reclamos, gente incompetente siendo contratada a dedo, bolsas de empleo ausentes de las necesidades de sus trabajadores... ese es el panorama de muchos colombianos que se sustentan con el salario mínimo que no alcanza para la canasta básica.
Si usted ha sufrido algo parecido a lo que yo viví esta noche, por favor, salga y manifiéstese este 21 de noviembre en el gran paro nacional. Juntos hagámosle saber al presidente Duque y a su gabinete de qué estamos hablando.