Tiene que ser muy lunático un gobierno que pretenda mitigar –casi que en solitario– el inmenso deterioro ambiental que durante cientos de años han causado, a nivel global, las grandes potencias y sus multinacionales, que explotan los recursos naturales no renovables de todos los países para acumular caudales de capital casi que impensables.
Más grave es aún, cuando esas mismas potencias son las que toman las decisiones más importantes, incluidas las de las Cumbres sobre el Cambio Climático, un “diálogo de sordos”, en el que después todos se hacen los desentendidos para incumplir los compromisos, dando la idea de que nada escucharon.
Moisés Wasserman escribió el 15 de enero de 2015 en El Tiempo: “¿Ambientalismo extremo?”, donde puntualizó: “Los ambientalismos extremos se caracterizan por una negación radical de cualquier cálculo de costo-beneficio en actividades con impacto en el medioambiente, por una falta total de disposición a ofrecer alternativas y por un buen grado de hipocresía.
Así, hay personas que se oponen a toda actividad de minería y a las exploraciones para encontrar petróleo o carbón; a la energía hidráulica, por el impacto de las represas; a la eólica, porque los molinos de viento interrumpen el paso de las aves migratorias; a la nuclear, por los riesgos de contaminación radiactiva; y a los biocombustibles, porque compiten por la tierra con los alimentos… Muy diferentes son los ambientalistas y ecólogos (sin el apellido de extremos). Ellos entienden que la actividad de una población humana tan grande necesariamente genera impacto”.
Ese ambientalismo extremo del Gobierno del presidente Gustavo Petro comienza a tener efectos negativos para Colombia: Su transición energética está fundamentada en sustituir la producción de los combustibles nacionales para privilegiar su importación, más caros, a precios internacionales, que conlleva a su política de aumentar los precios del galón de gasolina –de $9000 a $16.000 en menos de dos años– y del ACPM, alza máxima frustrada por el Paro Nacional de transportadores.
Lo más grave es el desestímulo a la exploración, explotación y comercialización de los combustibles, que ya causó una decisión de Ecopetrol: “Para garantizar la generación de energía eléctrica, Ecopetrol restringió suministro de gas vehicular a 13 empresas.
Ecopetrol informó que la restricción en el suministro de gas natural vehicular es una medida temporal, que solo aplica para algunas empresas que tienen contratos sin seguro o protección especial… Se trata de una medida de obligatorio cumplimiento, según la Resolución 186 de 2020 de la CREG que reglamenta el suministro de gas natural al mercado mayorista en Colombia”, publicó en un comunicado la Casa de Nariño el 20 de este mes.
El país ya depende de la importación de combustibles, con graves consecuencias: Mientras el daño ambiental se morigera pero sigue con su ritmo, a los consumidores colombianos –transportadores y población– se les encarecen los costos. Lo extraño es que esto no se refleja en los cálculos de la canasta familiar del DANE y así Petro sigue con su verborrea haciendo turismo por el mundo, mientras el país luce semiparalizado.
Razón tiene Wasserman: “Los ambientalistas extremos y los ambientalistas son dos especies diferentes. Los primeros perjudican a la causa que pretenden defender”. Hay solo unos beneficiados: ¡Los áulicos de Petro que están gozando la vida!
