Los hechos económicos centrales de la década de los 70, en especial la irrupción de una situación inédita, con el aumento simultáneo de la inflación y el desempleo a causa la crisis de precios del petróleo y el ciclo desbordado de deuda nacional, en especial en países no productores, fueron fundamentales para que que un grupo de economistas, apenas visible desde los años 30, echara por tierra las políticas fiscales y monetarias que durante cerca de 40 años imperaron en los países desarrollados, bajo el título genérico de “Consenso keynesiano”.
Los seguidores intelectuales de Friedrich Hayek, y su núcleo duro de la Universidad de Chicago, impusieron un nuevo consenso, pensado para ampliar los límites de la globalización desde una perspectiva ultraconservadora y plutocrática. De este nuevo consenso devino el neoliberalismo.
La hegemonía neoliberal
Hay consenso en que el laboratorio de políticas que se aplicó durante el gobierno golpista de Chile, sumado a los gobiernos conservadores que se consolidaron en los países centrales del capitalismo a finales de los 70 y comienzos de los 80 (Thatcher en Reino Unido y Reagan en Estados Unidos), fueron el comienzo de la dominancia incuestionable del modelo neoliberal, que se ha extendió por cerca de 30 años.
Un modelo caracterizado por la destrucción de la capacidad de intervención de los estados en la economía, mediante privatizaciones masivas y una implacable lucha ideológica y propagandística contra la idea de lo público. Un modelo que propende por la independencia de las bancas emisoras respecto de los gobiernos, a fin de que el monetarismo y su obsesión por la inflación cero[1] pueda desplegarse cómodamente; que desmonta las protecciones nacionales para la libre circulación de mercancías y capitales, que no de las personas, e indiferentemente de la capacidad competitiva de cada país. Un modelo que sacraliza la dimensión individual de la vida y las capacidades diferentes de las personas como explicación de la creciente desigualdad material de la humanidad.
Todas estas políticas nos suenan familiares porque, sin excepción, se aplican en casi toda Latinoamérica desde hace tres decenios, generando a la postre, y ante sus catastróficos resultados, una fuerte reacción política, la cual provino de algunos gobiernos alternativos de inicios del siglo XXI, y sobre todo de la formidable explosión social que a finales de 2019 atestiguamos en Chile, el país que acuno en sus primeros años el engendro neoliberal.
Todo eso al cobijo de la bancarrota del socialismo real, que dejó el modelo capitalista neoliberal como el único paradigma de desarrollo, y la lucha contra toda forma de democracia nacional no aceptada por occidente, cobijada bajo el disfraz de la “guerra contra el terrorismo”.
Para los ganadores de esa primera fase de la globalización neoliberal, que se inició a finales de los 70, todo marchaba muy bien, o eso creíamos, hasta la crisis del año 2007.
Una tormenta no tan perfecta
La crisis inmobiliaria–financiera que explotó en 2007 en Estados Unidos y contagió al mundo, en especial a Europa (que de hecho nunca se recuperó), no fue un hecho inesperado. Ya anteriores crisis, como la crisis asiática y el estallido de la burbuja de las empresas de tecnología de los 90 y la crisis de la deuda en los 80, permitían predecir un nuevo desbalance mundial en el orden neoliberal.
La crisis económica gestada por la especulación inmobiliaria y la financiarización extrema puso en cuestión el sistema neoliberal mismo, que se pudo sacudir con medidas como la intervención masiva del Estado en la economía norteamericana, a través de la inyección de cerca de mil millones de millones de dólares a las grandes compañías, con muy poca contraprestación. Lo que de paso explotó por los aires una de las razones de los neoliberales para vociferar contra el Estado, pues solo por el salvataje público el sistema pudo continuar.
Dos tendencias contrapunteadas sucedieron a la crisis. Una, las políticas cínicamente denominadas de ajuste, para obligar a los países más golpeados por la crisis a devolver cada centavo al sistema financiero internacional. Y la otra, un cuestionamiento a las ideas económicas e ideológicas que llevaron a tal desastre, el cual surgió en círculos intelectuales y sociales movilizados con más fuerza en Europa y Estados Unidos. Plantearon la posibilidad de introducir leyes para limitar las prácticas especulativas más riesgosas y el tamaño de las empresas, especialmente de los bancos, de modo que no fueran “demasiado grandes para caer”. Incluso se planteó que cada estado nacional resguardara derechos ciudadanos legados por el estado de bienestar, por encima de los intereses de la troika. Lo que en la práctica hubiese sido la disolución de la Unión Europea.
Lo que tenemos hoy es que ningún gobierno del mundo –con la rara excepción de Islandia- estableció políticas serias para conjurar la posibilidad de nuevas crisis desatadas por el “capitalismo de casino” neoliberal, bien porque las corporaciones beneficiarias del rescate supeditaron sus agendas, o bien porque quienes lo intentaron fueron derrotados. En la memoria quedó el “castigo” aleccionador que recibió el gobierno griego cuando intentó levantarse contra la austeridad impuesta por los centros financieros y políticos de Europa.
Pero todas las miserias expuestas de la crisis no fueron suficiente para destruir la línea de flotación del orden neoliberal, que incluso salió más fuerte del impasse.
A la espera de un efecto mariposa
Una nueva crisis, igual o más destructiva que la descrita, ya había sido anunciada en círculos académicos por analistas, movimientos sociales y hasta operadores políticos. Y podría estallar por un desbalance en la demanda internacional de bienes básicos, por la persistencia del estancamiento en la productividad a escala planetaria o, porque no, una pandemia universal. De cualquier forma, ya estábamos advertidos.
La crisis estalló precisamente por lo último: por una pandemia, por una crisis mundial de salud pública, un escenario tan absurdamente probable como impensado en un mundo de permanentes flujos financieros, comerciales y humanos. En diciembre de 2019 en Wuhan, centro industrial chino, comenzó como un inusual cuadro de neumonía apenas observado en unos cuantos pacientes. Para finales de marzo de 2020 ya había obligado a tomar medidas extraordinarias en todo el mundo, la mayoría contrarias a las típicas decisiones del “fundamentalismo de mercado”.
Esto nos lleva a una simple, pero poderosa, consideración: si las crisis no son tan inusuales como creíamos, y sus mecanismos de solución suponen renunciar al devastador crecimiento económico sostenido y suspender el desmantelamiento de la capacidad de los estados para garantizar a los ciudadanos derechos que les permita sobrevivir; es decir, si lo inusual y lo inesperado se convierten en una nueva normalidad, ¿no es ya hora de repensarlo todo?
El Covid–19 se proyecta, desde ya, como el posible -mas no inevitable- enterrador del ruinoso consenso neoliberal.
Trabajadores y sindicatos, ¿de nuevo protagonistas?
Sin necesidad de campañas, y en un momento de enorme debilidad ideológica y organizativa por parte de los sindicatos en todo el mundo, el coronavirus y su desdoblamiento patológico se están convirtiendo en un verdadero choque eléctrico que reanima, e incluso robustece, las luchas sindicales.
No solo porque el empleo es la primera gran víctima del frenazo económico generado por las medidas de confinamiento (no menos de 25 millones de plazas laborales evaporándose en cuestión de meses, según la OIT), sino porque una nueva agenda emergió en un mundo que hoy está aterrado, como nunca, con el costo humano y económico de una crisis como la actual, para la cual las ideas neoliberales nos prepararon pero en sentido contrario: para no tener ninguna salvaguarda económica, institucional, política y de salud pública que evite que millones de vidas se pierdan o sean llevadas a la miseria.
Esa agenda del mundo del trabajo es nada menos que una receta de medidas para revertir, desmontar o generar nuevas alternativas, imposibles de ejecutar bajo el modelo neoliberal. Una agenda que cada vez más pone a los trabajadores como los actores de quienes todos esperan soluciones en estos tiempos extraños.
REFERENCIAS:
[1] La orientación de la gestión económica de los países a la menor inflación posible, jamás se ha basado tanto en su supuesta vocación filantrópica -“la inflación es un impuesto que golpea ante todo a los pobres”, un mantra demagógico usual de los economistas de los últimos 40 años-, como en la necesidad de elevar la rentabilidad del capital, completamente libre bajo el neoliberalismo para entrar y salir de cualquier país que esté dispuesto a darle “garantías” suficientes: bajas tasas impositivas, bajas exigencias de permanencia en el tiempo de las inversiones, inversión en cualquier renglón económico –no solo de la producción real, sino también y especialmente, en la especulación financiera- y por supuesto, retorno fácil y rápido a los fondos de inversión y casas matrices de compañías multinacionales, preferiblemente haciendo primero una “parada técnica” en paraísos fiscales.