¿Hacia dónde va Colombia?

¿Hacia dónde va Colombia?

Una opinión sobre el estado del país y algunos de los factores que marcaron dónde y cómo estamos en este momento

Por: Ricardo de Jesús Castiblanco Bedoya
junio 14, 2019
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¿Hacia dónde va Colombia?
Foto: Pixabay

Cuando se quiere explicar la situación colombiana y de la América Latina, la respuesta más recurrente apunta a una crisis de liderazgo en todos los sectores de la vida de los países y como una de las grandes debilidades en la construcción de democracia. Rubén Perzeck, consultor internacional y gestor de proyectos, apunta algo fundamental para entender el problema: el liderazgo óptimo no compete solamente a quienes detentan posiciones de poder, sino a todos los componentes de la sociedad (Revista Diners. ¿Cómo es el liderazgo que necesita Colombia? No. 411. Bogotá, D.C. junio de 2004).

Para justificar, no para explicar, el actual estado de cosas, se ha introducido el término “polarización del país” en torno a los temas más álgidos y relacionados fundamentalmente con el acuerdo de paz firmado por el gobierno de Juan Manuel Santos y las Farc el 26 de septiembre de 2016, que arrastra sin duda otros aspectos como la economía, la administración de justicia, el ordenamiento territorial y otros no menos importantes.

¿A qué se refiere esa polarización? El término cobra vigencia a partir de los resultados del referendo aprobatorio de esos acuerdos, celebrado el 2 de octubre de 2016. Sin estar obligado constitucionalmente a convocarlo, pero seguro de que obtendría una victoria aplastante, el gobierno Santos llamó a los ciudadanos a decir si aprobaban o no lo alcanzado en las negociaciones adelantadas con las Farc en Cuba desde el 4 de septiembre de 2012; la victoria inesperada del no, por un estrecho margen (el no gana con el 50,23 % de los votos (6.424.385 votos) contra el 49,76 % (6.363.989 votos)) y el posterior desconocimiento de esos resultados, rompió en el país una tradición democrática donde la decisión mayoritaria en las urnas era vinculante para la sociedad y el Estado.

Y es que el resultado del plebiscito obligaba al presidente de la república a no implementar ninguna de los temas sometidos a la decisión popular, no podía mediante artificios políticos o legales revivir aquello que el pueblo colombiano había rechazado en las urnas, en tanto la finalidad del plebiscito es provocar un mandato político del Pueblo soberano, que se expresa directamente sobre una política que el presidente tiene competencia, para definir el destino colectivo del Estado. (Corte Constitucional. Sentencia C-379/16)

Sin embargo, hábilmente el gobierno convocó a quienes consideraba líderes del no, para revisar algunos aspectos de los acuerdos rechazados democráticamente y se produjo el denominado Acuerdo del Teatro Colón como producto de un supuesto gran diálogo nacional, firmándose el 24 de noviembre de 2016 el denominado Nuevo Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera, que en teoría recogía los reparos de quienes votaron por el mo, pero que en la práctica se redujo al cambio de algunos términos jurídicos, pero se mantuvo la esencia de los Acuerdos de La Habana. Sobra decir, que el poder popular no fue consultado sobre los nuevos acuerdos, cuando en democracia era quien debía decidir si aceptaba o no las reformas introducidas y el mantenimiento de otras normas que ya había rechazado. En esta ocasión, el presidente Santos reclamó su facultad constitucional para firmarlos y de paso se cambió la democracia participativa por la representativa, pues fue el Congreso de la República el que asumió la vocería y representación de los ciudadanos para tomar decisiones y para implementar esos Acuerdos.

Nótese incluso que el poder representativo de los congresistas fue suprimido inicialmente y mediante el mecanismo fast track solamente podían limitarse a desarrollar en el legislativo lo que el ejecutivo ordenada en torno a la implementación de los acuerdos; solamente al final y tras una demanda ante la Corte Constitucional se devolvió al Congreso la facultad de debatir los temas, pero ya más del 90% del texto de esos acuerdos había sido implementado como reformas constitucionales o como normas legales de desarrollo, incluso introduciendo la obligación para los 3 gobiernos siguientes de no cambiar, modificar, suprimir o revocar lo decidido en esas circunstancias anómalas.

Téngase en cuenta que el Decreto 1391/16 señalaba como única alternativa posible que el pueblo colombiano decidiera en el plebiscito si apoyaba o no el denominado acuerdo de La Habana o Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera. Solo había dos opciones: sí o no, no había lugar a interpretaciones sobre si una parte de su contenido era respaldada y podía implementarse, o se apoyaba su totalidad o se negaba, como sucedió. Esa voluntad popular expresada en las urnas fue suplantada tanto en el espurio gran diálogo nacional que dio su aquiescencia al clon de los acuerdos conocido como pacto o Acuerdo del Teatro Colón, como en lo actuado posteriormente por el Congreso, que termina implementando lo que el pueblo colombiano rechazó.

Pese a que la misma Corte Constitucional acepta que la intención del gobierno Santos no era someter a la voluntad popular la ratificación de un derecho fundamental, como es la paz, sino un instrumento particular firmado entre ese gobierno y una organización armada ilegal (Sentencia C-309/17), el gobierno Santos recurre a una interpretación acomodaticia para concluir que “el veredicto de las urnas arrojó la prevalencia del no sobre el sí, sin que ello significara rechazo al derecho a la paz ni a los derechos fundamentales”; como lo incorpora al nuevo texto surgido del supuesto diálogo nacional (Acuerdo Final. 24.11.2016. Pág. 1/310).

La Corte Constitucional cambiará posteriormente el sentido de las mayorías en la democracia sostenido jurisprudencialmente, incluso en la Sentencia C-087/16; tan evidente es la suplantación de la decisión mayoritaria expresada en el plebiscito, que en su salvamento parcial de voto, el Magistrado Luis Ernesto Vargas Silva, llama la atención sobre la vigencia de la participación democrática, reflejado en el reconocimiento de los efectos de la voluntad popular expresada a través de los mecanismos de participación establecidos en el ordenamiento jurídico, como fundamento de las bases del Estado constitucional contemporáneo y el peligro que para la democracia significa el desconocimiento o fragmentación de esa soberanía popular expresada en las urnas.

Sin embargo, mediante argucias semánticas y jurídicas, la mayoría de magistrados de la Corte Constitucional terminarán por imponer una nueva definición de democracia al señalar que no son las decisiones que aprueban las mayorías en las urnas las que rigen el derrotero del país, sino los intereses de los grupos de presión, aunque estos estén en minoría. De hecho, así viene “legislando” la Corte Constitucional al suplantar las funciones del mismo Congreso en una demostración palpable del “siglo de los jueces”, que anunciara Jaime Ibáñez, para justificar una tiranía judicial que ha roto sin duda el equilibrio de los poderes públicos.

Por eso cuando nos referimos a la falta de liderazgo, es porque esas mayorías que se expresaron el 2 de octubre de 2016 se han estrellado contra un discurso políticamente correcto que no solo avaló el engaño del gran diálogo nacional, sino que tibiamente ha enfrentado un estado de cosas inconstitucional, pese a las sentencias de la Corte, que derogó el imperio del orden y la ley, del bien común, y en su lugar ha permitido la primacía de los intereses políticos de grupos minoritarios que nunca han representado el sentimiento nacional.

Por eso, aunque supuestamente los sectores políticos que representan esas mayorías detentan el poder presidencial, no tienen el poder legislativo y se ha impuesto el estado insurreccional promulgado por el candidato presidencial derrotado hasta el punto de bloquear toda iniciativa en el Congreso y pretender imponer una agenda nacional mediante la movilización callejera violenta y el amedrentamiento de los sectores mayoritarios en la vida del país.

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