En Colombia ha hecho carrera la tesis de que a las víctimas se las protege y defiende victimizándolas más. Como si el único modo de referirse a ellas fuera degradando su recuerdo, como si no hubiese otro modo de protegerlas que entregándolas a la humillación mediática y política.
El último caso de este siniestro modo de mancillar la dignidad de las víctimas fue protagonizado por Vicky Dávila y Natalia Springer a propósito del triste suicidio de un chico de 16 años en Bogotá. Desde sus micrófonos de La FM, ellas dedicaron todos sus esfuerzos profesionales a sacar provecho de la muerte de un niño, de la tragedia de un colegio y, sobre todo, del drama de una familia y unos seres queridos que sobreviven con su pérdida.
La justiciera Dávila fue la que inició el juicio público, del que ella era fiscal y juez. Gritó a los cuatro vientos que ni al Ministerio de Educación, ni a la Secretaría de Educación Distrital, ni al ICBF les importaba el suicidio del niño, solo porque ninguna de estas instituciones salió a crucificar a los docentes, ni a cerrar el colegio, ni a ordenar la captura de la rectora. Vicky exigía que, como ella, todas las instituciones del Estado se convirtieran en una Fiscalía. Y ojalá en una policía. Y mejor aún: en un juez que ordenara reparar a una víctima que la señora Dávila usaba para sus fines turbios.
Pero en su trabajo necesitaba la expertise de una analista. Y allí estaba la señora Springer. Lista para denunciar la existencia de unos “incentivos perversos” en el sistema educativo colombiano que llevarían a que se presentasen suicidios de este tipo. Como si a los profesores nos dieran una bonificación por cada niño que se mata…
¿Se preguntaron estas señoras en algún momento cómo hemos enseñado a nuestros niños a manejar la frustración?, ¿pensaron siquiera en el dolor y la culpa que podían sufrir los profesores?, ¿reflexionaron por un segundo en lo traumático que puede resultar para un niño el suicidio de su compañero? No, porque no solo ignoran las dimensiones humanas y afectivas que ellas mismas dicen que no tienen los colegios en Colombia, sino porque también desconocen cómo funciona el sistema educativo mismo. No entienden los principios de corresponsabilidad y descentralización con los que funciona la educación en Colombia, pero tampoco conocen los mínimos principios de respeto al dolor humano.
Para completar el cuadro de ignorancia, infamia y mezquindad que exponían las periodistas, salió el alcalde Petro a dar una lección de su política del amor afanada y prejuiciosa. Según él, los profesores hemos creado un “nuevo tipo de matoneo”, asociado con “modelos autoritarios de enseñanza” que “habrían llevado a la muerte al niño”. Como si cada profesor fuese un instrumento fascista dentro de los regímenes de odio que el paranoico alcalde ve en todo lado.
Sobre el respeto al duelo de la familia solo hablaron la Ministra y la directora del ICBF, pero a las señoras periodistas esto les pareció una cuestión menor. Sobre si hay un proceso de acompañamiento psicológico a los profesores y compañeros del niño, Dávila y Springer callaron. Su tarea “humana” y “social” era definir supuestas culpabilidades, realizar señalamientos irresponsables, arruinar una reputación, exhibir la muerte del niño para generar tráfico en internet, extraer palabras de sus compañeros y familiares para asegurarse unos puntos de rating.
Pero este caso no es solo una muestra del periodismo infame de un par de señoras. Sus principios de argumentación, sus fórmulas retóricas, sus tesis y conclusiones, son solo una muestra del —este sí perverso— modo de hacer política que perfeccionó Gilma Jiménez.
Este es el gran legado que nos deja Gilma: para luchar por los derechos de los niños es preciso humillar la memoria de algún niño. Hay que enlodar a cualquier familia en nombre de un ideal normativo, moral y religioso de la familia. Hay que destruir años de trabajo pedagógico de una institución, para regodearse del autoimpuesto título de adalid de defensor de la niñez. Hay que castrar al violador, para restaurar un orden social completamente fantaseado. Hay que exhibir la imagen mutilada de los victimarios, para enviar el mensaje a los niños de que en su nombre todas las vejaciones están permitidas. Hay que entregar a la muerte a todos aquellos monstruos que produjeron muerte.
Pero la vida está llena de paradojas: ya salieron toda suerte de oportunistas a sacar rédito político de la muerte de Gilma. Más de un buitre no halla cómo robarse la bandera de la protección de la infancia y los votos que ella arrastra.Hasta medios de comunicación y periodistas que posan de liberales, progresistas y hasta de izquierda, publicaron sus panegíricos. Incluso otros periodistas no tuvieron vergüenza alguna de matarla previamente en nombre del negocio necrofílico del periodismo. La vida siempre nos sorprende con su justicia poética.