Por lo general, la vida del gobernante es una vida solitaria. Quienes lo rodean tienen funciones que cumplir, permisos que pedir, agendas que respetar, órdenes que acatar y piropos para compartir. Las relaciones con los equipos de trabajo suelen estar atravesadas por el miedo, el interés, la admiración ciega o cierta distancia escéptica.
En la conformación de esos equipos un gobernante debe hacer un acto, bastante complejo por cierto, de equilibrio. Sus cercanos colaboradores han de ser personas competentes en las materias bajo su responsabilidad, de absoluta confianza, y leales (con el gobernante, con el proyecto político y, sobre todo, con la Constitución y la ley). Mucho se ha escrito y reflexionado sobre la personalidad y las características de dichos equipos. Que este es un gabinete técnico, que este otro es más político, que aquel es politiquero, que tal equipo es más bien un kínder, que estos otros son buena gente, pero inexpertos. El sistema clientelista de gobierno, tan presente en la mayoría de las administraciones locales, regionales y nacionales de nuestro país, presenta unos retos especiales para el gobernante. En este sistema, tal gobernante no es el jefe real de sus “cercanos” colaboradores pues, en la mayoría de los casos, son cuotas de partidos, facciones o gamonales y por tanto sus verdaderos jefes están en otro lado. Se podrán imaginar ustedes la coordinación, articulación y efectividad de estos gobiernos.
En la conformación de esos equipos
un gobernante debe hacer un acto, bastante complejo por cierto,
de equilibrio
No obstante lo anterior, estoy convencido de que, si bien a los equipos de gobierno y a los gobernantes les vendría bien tener más técnicos con experiencia, menos politiqueros con agenda propia y muchísima más lealtad con la Constitución y la Ley, la más sentida y urgente necesidad en un buen equipo hoy es la presencia de un bufón.
El bufón, presente en las cortes desde la antigüedad hasta el medioevo, tenía la importantísima función de reírse impunemente del gobernante. Nada más saludable, didáctico y necesario que una carcajada desafiante en la cara del poder. El bufón solía ser un personaje marginal, en algunos casos incluso exhibiendo deformaciones físicas o problemas mentales, a quien se le permitía hablar con total libertad sobre la realidad del reino e incluso sobre el gobernante mismo.
El teatro, la poesía y la música eran los vehículos predilectos de estos consejeros en la sombra. Con preguntas impertinentes, con sátiras mordaces, con burlas y exageraciones los bufones cuestionaban y advertían. Su cargo no estaba en la estructura del poder, no llegaban recomendados por un noble y, cuando funcionaba bien la figura, su único superior y jefe era la verdad.
Su poder era inmenso y hay muchas narraciones y recuentos históricos sobre las relaciones entre algunos gobernantes y sus histriones. Carlos V, en cuyo imperio nunca se ponía el sol, enterró dos de sus bufones en sendos mausoleos y a Francés de Zúniga, el cronista bufón que lo acompañó en algunos de sus mejores años, le otorgó la facultad real de fundar mayorazgo (unir y proteger bienes en cabeza del heredero mayor). Recuerden la escena del cementerio en la que Hamlet, un príncipe solitario y rodeado de mentiras y enemigos, levanta la calavera de su antiguo bufón Yorick y, ante el recuerdo de quién le cantaba la tabla, se expresa con frases hermosas de cariño, aprecio y admiración. No hay precio en oro para pagar la honestidad descarnada de un buen bufón.
Una buena carcajada a tiempo
nos habría ahorrado muchos momentos bochornosos
durante estas últimas semanas
Creo que un buen bufón, es decir, una buena carcajada a tiempo nos habría ahorrado muchos momentos bochornosos durante estas últimas semanas. Quizás se habría evitado el “Me acabo de enterar” presidencial en simultánea por todas las cadenas. Tal vez mucha gente habría permanecido en su casa el primero de abril cuando sendos personajes invitaban a marchar contra la corrupción. A lo mejor un alcalde en propiedad y otro encargado habrían obviado la amenaza de sanción a empresarios que contraten “artistas polémicos” o la contundente y severa afirmación, “Medellín no es una ciudad contaminada.” No se puede subvalorar el efecto de una temprana carcajada desafiante del que ve claramente el absurdo desde afuera.