La década de los 70 tiene un significado particularmente relevante en la historia contemporánea. Los grandes y decisivos sucesos ocurridos en el escenario político mundial fueron la culminación de un proceso de ajuste de fuerzas determinado por la Guerra Fría. Y, en medio de este conflicto entre las superpotencias de la época, transcurrían las relaciones atlánticas definidas por Estados Unidos; fue también un período de ebullición en el Oriente Medio. En América Latina su significado se puede inscribir en el derrocamiento de Salvador Allende y la instauración formal de dictaduras de derecha y de izquierda; fue la década de la crisis energética que cambiaría para siempre el alcance de la producción y consumo del oro negro importado de Oriente Próximo; fue, por último, el año de la apertura de Occidente frente a China. Y sobre todos estos hechos, el fracaso político y militar de Vietnam.
En este apretado panorama aparece una figura decisiva que influenció el mapa global de entonces, y cuyas acciones oficiales pondrían a prueba la fortaleza institucional de Estados Unidos: Richard Nixon.
Elegido en 1968, y reelegido en 1972, la personalidad de Nixon es considerada por muchos la de un político tímido, cuya austera educación familiar forjó sus creencias en la posibilidad de alcanzar lo que humanamente fuera deseable con esfuerzo y sacrificio. Ya en el poder, Nixon diseñó políticas que aún repercuten, aunque la capacidad de un presidente norteamericano se mide muy frecuentemente por sus logros en política exterior y por sus planes económicos de bienestar social. En política internacional Nixon fue un arquitecto experto que allanó el camino a la caída del comunismo y permitió la incorporación de China en el esquema híbrido de dos sistemas y un país.
No obstante, sus acciones como presidente franquearon la delgada línea que separa la ética de la legalidad. El espionaje a la sede del Partido Demócrata en el complejo hotelero Watergate en 1972 fue el resultado de su falta de confianza personal, misma que arruinó su carrera política y lastimó severamente la credibilidad pública. Nixon fue más allá de ordenar allanamientos e interceptaciones telefónicas de sus oponentes: “abuso de poder”. Cuarenta años después de su degradante renuncia, la democracia estadounidense aún hace juicios de valor sobre el alcance del poder ejecutivo y sobre las limitaciones legales que inspira la famosa y ya longeva Constitución de Filadelfia.
La grandeza del poder político de Estados Unidos reside en buena medida en la capacidad de emprendimiento y la confianza que sus ciudadanos otorgan al presidente. La insensibilidad de un político frente a los ciudadanos y el desafío a la normatividad legal americana no compaginan con la naturaleza y el espíritu de los electores.
Como presidente, las acciones de Nixon muestran su pragmática doctrina personal del poder. El costo de sus acciones no solo fue su puesto oficial. Fue la dolorosa experiencia para los norteamericanos de aceptar que su democracia podía convertirse en un símbolo de corrupción. La división de poderes, la fortaleza del sistema judicial, la lucidez de sus legisladores (capaces de promover un impeachment) y la crítica pública honesta y sincera demostraron que no obstante la crisis, Estados Unidos es un pueblo capaz de sobreponerse a grandes desafíos que pasan por la manipulación del establecimiento político y el uso distorsionado de las herramientas del poder.
Estados Unidos hizo un esfuerzo valioso en desplegar mecanismos constitucionales y legales que controlaran a un presidente sinuoso; y un esfuerzo por hacer un debate amplio y pudoroso, muy determinado por la prensa, a la que no se reconoció entonces como el “cuarto poder” a que aluden algunos, sino como una influencia ética inherente al espíritu de la democracia representativa.
Henry Kissinger, su secretario de Estado y amigo íntimo, que soportó la tempestad de Watergate, retrata en sus memorias un Nixon solitario, con escasos amigos. Tal vez fue un estadista que disfrutaba de su soledad y quien, con su egoísmo y desprecio por las diferencias que se dan en toda democracia, alcanzó los fines que se propuso: derrotar a sus oponentes con maniobras ilegales, violando su juramento de hacer cumplir la Constitución.
Richard Milhous Nixon, el trigésimo séptimo presidente de Estados Unidos, dimitió hace cuarenta años acorralado por el escándalo Watergate. No es que haya cambiado mucho el mundo en estas cuatro décadas en lo que a ‘chuzadas’ se refiere, mucho menos Colombia; pero tampoco hay mucho que rescatar de nuestros críticos locales en sus juicios hipócritas al respecto.