¿Habrá manera de aproximarnos?

¿Habrá manera de aproximarnos?

Sería conveniente que quienes apoyaron la opción ganadora en las elecciones, los que optaron por la contraria y los que no apoyaron ninguna hagan un alto en el camino

Por: Hugo Emilio Vélez Melguizo
agosto 01, 2018
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
¿Habrá manera de aproximarnos?
Foto: Pixabay

Cuando se observan los desastres ocasionados por el imperio del populismo en Venezuela y los demás países sometidos a tal locura no puede uno menos que estremecerse y dar gracias porque semejante calamidad no ha conseguido hacerse al poder en Colombia. Muy sintéticamente, el populismo puede caracterizarse como una corriente política que ofrece propuestas atractivas a los sectores más necesitados de la población, cuya aplicación produce resultados profundamente nocivos para esos mismos sectores y para el país en su conjunto, acompañada de gobiernos autoritarios que frecuentemente devienen en dictaduras burdamente disfrazadas de democracias, por lo general profundamente corruptos.

En las recientes elecciones presidenciales el candidato Gustavo Petro representó una corriente bastante próxima al populismo, cuyo rechazo dio lugar para que, a la hora de la verdad, la mayoría de la población se inclinara a favor de la alternativa de la derecha. Porque, conviene recordarlo, buena parte de la votación obtenida por el candidato Iván Duque provino de sectores del centro político, ajenos a los postulados del Centro Democrático, pero que puestos a escoger entre el desastre inminente y el fastidio a la plutocracia se resignaron, más bien, a la segunda. De igual manera, buena parte de la votación obtenida por el candidato Petro provino de sectores no afines al populismo, pero cuya repugnancia al cinismo y las malas mañas del expresidente Álvaro Uribe y su séquito, unida a la loable pretensión de extirpar la corrupción al mando de la vida política de este país, dio lugar a que adhirieran a dicha candidatura, intentando limarle sus aristas (bueno es advertir, de paso, la notable semejanza de los términos “candidatura” y “candidez”).

Así, pues, tenemos un amplio sector en nuestro espectro político que no hace parte de la extrema derecha característica de la agrupación triunfadora en las elecciones ni del extremo populista, sino que se repartió entre ambas “de carambola”, por temor o malquerencia a la que consideraban la peor de ellas. Otro sector, ampliamente minoritario, prefirió abstenerse.

Las clientelas, remanentes vergonzosos de nuestras tradiciones serviles, sufragaron en masa por quien se perfilaba como triunfador, según sus amos carentes de principios les ordenaron. Pero no tuvieron una incidencia decisiva que les permitiera cobrar favores en esta ocasión.

La campaña electoral fue el escenario de la disputa entre dos bandos hostiles y altamente beligerantes, cada uno de los cuales considera al otro como su enemigo, situación esta que de unos años para acá ha venido profundizándose, dando lugar a una creciente polarización de las posiciones políticas y que, en caso de proseguir su espiral ascendente, puede conducir a una fractura irreparable de la sociedad colombiana que desborde los cauces del proceso democrático y genere nuevos procesos de violencia, similares a aquellos padecidos por el país entre las décadas del cuarenta y el sesenta del siglo pasado cuando el sectarismo implacable acaudillado por Laureano Gómez desató una oleada de fanatismo que sumió a Colombia en un mar de padecimientos sin cuento, produjo centenares de miles de muertos y un desplazamiento forzoso de la población campesina hacia los centros urbanos, donde no fue integrada a la vida social y económica y es fuente de buena parte de los problemas de seguridad que hoy agobian a la sociedad colombiana.

El florero de Llorente del proceso de polarización en curso han sido los acuerdos suscritos entre el gobierno nacional y las Farc  para poner fin a unas hostilidades de más de medio siglo de duración mediante concesiones otorgadas a la insurgencia a cambio de que esta depusiera las armas y se comprometiera a abandonar sus actividades de narcotráfico y a colaborar en la erradicación de  las siembras. Sin embargo, tras las admisibles divergencias respecto a la justicia o conveniencia de dichas concesiones se esconden factores inconfesables como el odio y el afán de revancha contra un mandatario que resultó elegido con votos prestados y una vez instalado en el poder dio la espalda de manera bastante grosera a su mentor, odios de víctimas de las Farc  que no están dispuestas a otorgarles perdón bajo ninguna consideración de índole moral ni política, odios alimentados y exacerbados por los dirigentes políticos con la argucia de que lo que se pretende es que se imponga la justicia, odios de amplios sectores de la población contra los dirigentes e integrantes de una agrupación culpable de multitud de crímenes y desastres y a los cuales se les han otorgados beneficios económicos que han estado fuera del alcance de muchos habitantes de este país que deben ganarse el sustento de su familia mediante el esfuerzo y el sacrificio cotidiano.

Las Farc aparecen hoy como el chivo expiatorio de todos los males de la sociedad colombiana. No es por casualidad que en las multitudinarias marchas de hace algunos años contra el secuestro y contra dicha agrupación se escuchara por doquier el grito: “Si las Farc se acabaran, Colombia sería un paraíso!”. ¿Un paraíso? ¿Un paraíso? ¿Un paraíso para quiénes? Y entonces, ¿qué decir de la corrupción?, ¿qué decir de la marginalidad?, ¿qué decir del desprecio por la ley y las normas elementales de la decente convivencia ciudadana?, ¿qué decir de los millones de campesinos desplazados, de los centenares de líderes sociales cotidianamente asesinados en las narices de un estado indolente que está en mora de ser llevado a los tribunales internacionales acusado de genocidio, a ver si de esa manera se logran esclarecer quiénes están tras dichos crímenes, cuyos móviles se nos presentan hoy cínicamente como líos de faldas?, ¿qué decir de un país poblado de ejércitos privados al servicio de terratenientes, de mafiosos, de narcoterroristas, qué decir de los bandidos apoderados de las ciudades?

Está claro que no le faltan buenas razones a la contraparte de la extrema derecha para sumirse en un estado de efervescencia cada vez que escucha a aquella reclamar contra los acuerdos de paz y por garantías para la tranquilidad requerida para el ejercicio de sus pingües negocios, ajena por completo a los dolores de la otra Colombia, de aquella que ellos se empeñan en desconocer o, cuando más, tan solo tienen en cuenta cuando precisan de su sometimiento a sus afanes de lucro.

En tales condiciones parecería necio preguntarse siquiera si es posible aspirar a un acercamiento que apacigüe los ánimos y nos permita soñar con darnos la posibilidad de comenzar a construir juntos un país amable para todos, respetando, por supuesto, las obvias diferencias en las concepciones, las aspiraciones, las opiniones. ¿Habrá un lugar donde puedan converger los corazones, al menos los no devorados por el odio, aunque sea nada más por el mero interés de no continuar destruyéndonos? ¿Podremos disponernos a conjugar el verbo “ceder” para, a cambio de ello, también “recibir”? Porque parece que el afán de imponerse a ultranza sobre el otro se nos está convirtiendo en un mal negocio. Y puede empeorar.

Indaguemos un poco:

¿Puede afirmarse con verdad que todos los adherentes al Centro Democrático son fanáticos de ultraderecha? Probablemente no. Y, aunque esta afirmación parezca inverosímil a la luz de su comportamiento político, conviene recordar que Iván Duque se impulso en la consulta al interior de su partido a aspirantes como Paloma Valencia y Rafael Nieto, este último apoyado y promovido nada menos que por Fernando Londoño, a quien el propio Duque, respondiendo los agravios que le prodigara, hubo de recordarle que el nombre de su partido es “Centro” y que él, Duque, era de centro, del centro político, y no de extremos, aludiendo a la corriente abanderada por el doctor Londoño y figuras similares al interior y por fuera de su propia agrupación, valga decir, María Fernanda Cabal, José Félix Lafaurie,  Alejandro Ordóñez, fundamentalistas cristianos traficantes de votos, etcétera.

De manera similar, por el lado de la izquierda militante no todo es extremo. Distan mucho de serlo figuras tan representativas como su propia candidata a la vicepresidencia, Angela María Robledo, la doctora Clara López Obregón, Antonio Navarro Wolff, el excelente exalcalde de Santa Marta, Carlos Caicedo, y muchos por el estilo, cuyas posturas, lejos de estar determinadas por el dictamen ciego de las ideologías, apuntan más bien a la proposición de soluciones concretas para los problemas concretos que afectan a la población, considerando los efectos al nivel del país en su conjunto.

También están los extremos, en cada lado, y, desafortunadamente, con muchos adherentes. Comenzando con los extremos armados, continuando con los perversos difusores de fake news (mentirosos profesionales dedicados a envenenar las conciencias) y finalizando con los partidarios  obtusos, sectarios, mentes frágiles prestas a acoger entusiastas y sin raciocinio todo aquello que les venga de arriba o de sus congéneres, para quienes todo aquel que no pertenezca a su secta es tenido por impuro, por errado, por malvado, y debe ser rechazado. Y estos extremos son los dañinos. Estos son los peligrosos. Estos son los que atentan contra el logro y la aclimatación de la paz. Estos son los que se empeñan en impedir que Colombia se enfoque en resolver sus problemas reales, que mire hacia adelante y se oriente a construir una patria promisoria para las generaciones venideras, ajena a los dolores que le ha tocado padecer y que estos extremos se empeñan en eternizar.

La población colombiana padece hoy problemas muy concretos, claramente identificados: la corrupción a todos los niveles —política, económica, social, familiar—, la inseguridad en las ciudades y en los campos, el irrespeto descarado a la ley y la normatividad, a la sombra de la impunidad, la marginalidad social —semillero de delincuencia—, el desempleo formal, la atención en salud (generosa al extremo en cobertura y defectuosa en su prestación), la deficiente calidad de la educación.

Una vez definido el tema de fondo, que este será un gobierno favorable a los intereses de las clases propietarias porque así lo dispuso el electorado al apoyar mayoritariamente al partido abanderado de las mismas, el presidente electo tiene ante sí dos alternativas, las cuales podrán conducirlo a él y al país por senderos bien diferentes, con resultados igualmente diferentes. La primera de ellas consiste en dirigirlo de una manera exclusivista, dándose a la tarea de acceder a todas las pretensiones de los propietarios del capital y de la tierra y a los caprichos y presiones de su propia formación política —más aún ahora, cuando su máximo dirigente ha sido llamado por la justicia a responder por algunos de los múltiples desafueros que se le atribuyen—. La segunda consiste en consagrar sus empeños a la solución de los graves problemas que aquejan a este país y a sus gentes. Es fácil advertir que el primer sendero aumentará la inconformidad, profundizará el enfrentamiento, conducirá a Colombia al desorden, ahuyentará la inversión y fortalecerá la alternativa populista —una realidad presente y ya consolidada en el escenario político nacional—. El segundo sendero, además de beneficiar a la población, contribuirá a la unificación del país alrededor de un centro político propositivo y fecundo, debilitando los extremos y abriendo perspectivas para el desarrollo de la controversia política civilizada, en los marcos del respeto por la diversidad y la tolerancia, unos valores tan urgentes de practicar en este país.

Sería muy conveniente que tanto aquellos que apoyaron la opción que resultó victoriosa en las elecciones, como los que optaron por la contraria, como quienes no apoyamos ninguna de las dos, nos diéramos la oportunidad de hacer un alto en el camino, tomáramos un respiro, mitigáramos un tanto nuestros ánimos beligerantes e  hiciéramos un esfuerzo por acercarnos para contribuir a la solución de los problemas concretos que más agobian hoy a este país y sus gentes. Pero, claro está, será el gobierno entrante el que habrá de marcar la pauta a la cual corresponderá responder.

 

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