Ante las discusiones acerca de la adopción de mecanismos electorales que garanticen a la mujer una participación en los cuerpos colegiados acorde con su condición de mayoría en la población, muchos creen que adoptarlos representaría un gran avance democrático.
Lo anterior es relativo, ya que el carácter democrático de estos organismos no depende de la naturaleza particular de sus integrantes, sino de lo fielmente representados que estén en su seno los diferentes sectores de interés que hay en la sociedad, de la interpretación que tales integrantes hagan de lo que le conviene al país y de la armonía que logren alcanzar entre tales conveniencias y sus decisiones, sin importar el sexo de quienes las adopten.
Nuestro problema es precisamente de desarmonía entre lo que le conviene al país y las decisiones que se adoptan, como lo constata la inmensa resistencia que han suscitado las reformas presentadas al Congreso por Gustavo Petro, con cuya aprobación no resultarían nada beneficiados los poderosos sectores que dominan la economía nacional y que siempre han contado con representación mayoritaria en el Congreso. Estos representantes no actúan propiamente en función de su condición sexual, sino con fundamento en el grado de afectación de los intereses de clase que se pueda derivar de lo que finalmente legislen.
Este comentario no tiene el propósito de socavar el derecho que hoy reclama la mujer a ser tenida en cuenta de mejor manera en los procesos electorales. Al contrario, desde cuando Sirima Bandaranaike se convirtió en la primera dama en llegar mediante sufragio universal a la presidencia de una nación, hecho ocurrido en 1960 en Sri Lanka, 67 mujeres han ejercido la primera magistratura de sus correspondientes países, siempre demostrando en su gestión, con exageradas creces, que no tienen absolutamente nada que envidiarles a los hombres en cuanto a capacidad para el desempeño de tales de dignidades, y en cambio sí superándolos enormemente en pulcritud en el manejo de la cosa pública.
Ese hecho legitima el reclamo feminista y nos llevaría a pensar en las mujeres como la mejor opción cuando de elegir se trate, siempre que reúnan la condición de ser auténticas representantes populares, que es donde está el auténtico meollo del problema; porque, desentendiéndonos de él, podríamos tener un Congreso elegantísimo, colmado en todas sus curules de impecables y virtuosas féminas, pero si -cual Palomas, Holguines y Cabales- la mayoría se inclina al servicio de los poderosos de siempre, como lo han estado la mayoría de los congresistas hombres, no habremos avanzado nada en el propósito de tener unos órganos del poder público que estén realmente al servicio del país y de sus mayorías.