Hace poco me encontré a un viejo amigo escritor en el centro de Bogotá. Cuando me acerqué a saludarlo, me contó que estaba esperando a una estudiante que quería entrevistarlo pero que, hacía un instante, le había anunciado por mensaje de texto que llegaría tarde. Teníamos un par de minutos para conversar. Buena suerte la mía. Las pocas veces que me encuentro con Enrique compartimos actualizaciones breves aunque consistentes de nuestras vidas. Me entusiasma contarle mis proyectos y tengo la ilusión de que disfruta oírme. Así han sido los últimos veinte años y así espero que sigan siendo. Esta vez, no fue distinto. Le comenté de mi decisión de iniciar un proyecto cinematográfico acerca de dos deformidades que conozco bien: Bogotá y el amor. Me escuchó con atención y su sonrisa validó un par de ideas que por esos días me ocupaban. Cuando terminé me sugirió que también indagara sobre algo que lo venía atormentando desde hacia algún tiempo: la profunda y dolorosa ruptura entre jóvenes y viejos. “Es como si existieran en planetas distintos”, me dijo. Como siempre, Serrano me dejó pensando.
La semana pasada un periódico catalán traía un titular lamentable: “La mitad de ancianos con teleasistencia llaman para hablar un ratito”. De un total de 577.000 llamadas, cuenta la noticia, la mitad se refieren a viejos y viejas que solo quiere conversar unos minutos. La gravedad de esta cifra es que revela una perdida absoluta: por magnitud y profundidad, hablar con los viejos es fundamental para la reflexión, el conocimiento y el decidir de las nuevas generaciones. Desafortunadamente, ahora oír a los ancianos es un peso y no un provecho como solía serlo. Sin exagerar, este descuido -de muy fácil remedio- podría ser una de las razones de uno de los peores padecimientos de nuestros días: la desmemoria. Parafraseando la manida sentencia: aquellos que no oyen a sus viejos están condenados a la inmadurez eterna.
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Una sociedad donde la rentabilidad es el dogma gobernante, el viejo, tan lento y tan arrugado, sufre cada vez de mayores aislamientos; como estorbos los apiñamos en el olvido cruel del silencio
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Por coincidencia, también me crucé con un término en inglés que no conocía pero que llamo mi atención de inmediato: ageism; que podría traducirse, sin esfuerzo, como discriminación por razón de la edad. Aunque, como lo explica la Organización Mundial de Salud, el ageism no se refiere a un grupo en particular de edad, por supuesto incluye a los prejuicios y estereotipos que sufren y afectan a los viejos por el simple hecho de ser viejos. Supongo que no hay peor forma de discriminar a una vieja o a un anciano que dejar de hablarle. La experiencia de los años parece ser un artículo prescindible y en una sociedad donde la rentabilidad es el dogma gobernante, el viejo, tan lento y tan arrugado, sufre cada vez de mayores aislamientos; como estorbos los apiñamos en el olvido cruel del silencio.
No obstante, lo que es aún peor es que hoy en día toda esta discriminación -tan real y probada que ya tiene hasta una palabra- está siendo exacerbada por el tenebroso culto por lo nuevo, lo joven y lo inmediato. La absurda idea comercial de que lo viejo es sinónimo de lo obsoleto sigue escalando y aceptándose sin mayor discusión. Es aterrador ser testigo de cómo las fechas de caducidad de las personas se han reducido de forma drástica; la carne ahora es plástico barato. De nada sirve el aumento de la longevidad humana si a los ancianos y a sus equipajes se les va a despreciar; provocando, como dije atrás, una pérdida de la cual difícilmente nos podremos reponer. Basta mirar al mundo para darse cuenta del daño que le está causado el abuso de la inmadurez.