Teniendo en cuenta el duro golpe que actualmente sufre nuestro sistema educativo a causa de la pandemia COVID-19, el pasado 20 de abril se cumplió un año desde que todo el territorio nacional dio el primer salto a la educación virtual a modo de experimentación. Asimismo, ese salto (o resbalón) sigue demostrando de forma radical detrimentos patrimoniales, de contratación y de corrupción en las inversiones en cuanto a TIC en el sistema educativo colombiano, especialmente, en el sector rural.
Hoy, un año después, el mismo sistema educativo insiste en el regreso a la presencialidad, proponiendo (yo digo que obligando) a que muchas regiones desprotegidas por el gobierno regresen a las aulas sin contar con las mínimas garantías de protección para maestros, estudiantes, padres de familia y comunidades, como diciendo que para que virtualidad si podemos hacer lo mismo usando mascarillas, gel y barritas de jabón.
Los índices demostraron que el 63% de la comunidad estudiantil rural no disponía de un equipo de cómputo y conexión a internet (por cada 100 colombianos, hay 7.6 computadores), haciendo que hoy creamos que la cantidad de los que aún carecen de herramientas mínimas aumentó considerablemente. Esto significa que los padres de familia tengan que movilizarse día tras día de zonas apartadas de residencia a los planteles educativos para recibir las guías de aprendizaje, exponiendo su vida, la de sus hijos y la de sus familias, pues ahora la excusa es que "se ha logrado mitigar el virus".
Lo malo es que en las zonas apartadas y olvidadas por el gobierno tales como Chocó, Arauca, Guaviare, Amazonas, entre otras, la gente sigue muriendo y obviamente esto solo es asunto de quienes los lloran. Esto sin duda nos hace reflexionar en que se amplían más las brechas educativas que existen en el país, entre estudiantes de colegios públicos y privados; entre los que medio viven y los que mueren de hambre; y entre los que medio se instruyen y los que aún sueñan con hacerlo mientras trabajan en condiciones deplorables cargando bultos, en semáforos, en chozas bajo el agua o los que padecen de otras patologías severas en bosques, quebradas o en la propia selva. Y ni qué decir de quienes luchan por sobrevivir por el conflicto armado sin resolver.
Por lo tanto, es imperativo considerar múltiples mecanismos de evaluación que permitan atender cuantitativa y cualitativamente la coyuntura que estamos atravesando y desarrollar proyectos educativos reales en conjunto que tengan implementación efectiva para poder arrojar las herramientas que contribuyan a mermar el impacto de la pandemia. Pero para eso es necesario que los líderes del Ministerio Educación y las secretarias adscritas al mismo se sienten por primera vez a estudiar la realidad y no a imprimir papelitos de ilusión óptica. Ya es tiempo.
Los docentes necesitan mayor respaldo no solo por su quehacer, sino por mantener ese quehacer con salud. Los estudiantes requieren formación y no desligarse de todo por carecer de una conexión de internet segura y sostenible. Los padres ansían volver a creer en nuevas construcciones de aprendizaje y no restregarle en cara a los docentes todo el tiempo de que el tiempo pasado fue mejor. Ya es hora. Por eso, después de un año sigo insistiendo en que Habermas (2020) tenía razón, que nunca habíamos sabido de nuestra ignorancia como ahora ante la siguiente faceta de la crisis causada por el COVID-19. Este año no puede pasarnos factura en el 2022.