Su nombre es Jorge, y dentro del gremio es conocido con el alias de Cachete, precisamente por “gorrearse” las empanadas y las chichas de maíz que sus compañeros compran de vez en cuando en la esquina donde suele ubicarse para su habitual rebusque.
Si viviera en Barrancabermeja lo llamarían “motopirata” o “terrorista” por el hecho de tener moto según insinuó el alcalde en días pasados. Hace cuatro años, junto a su mujer y sus 4 hijos, llegó a la ciudad proveniente de la región de los Montes de María donde se dedicó por varios años al paramilitarismo teniendo bajo su cargo un grupito de “mercenarios” dispuestos, en palabras del mismo Jorge, a “chumbimbear” a todos aquellos guerrilleros que tanto daño le hicieron a la región durante mucho tiempo.
Cuenta que durante su infancia, contra su voluntad, era llevado por su padre a realizar labores de campo; recuerda que fue una época bastante dura, y de haber dependido de sí mismo nunca hubiese empuñado un machete. La inclemencia del sol con su consecuente calor, las largas jornadas de trabajo extenuante, las múltiples y permanentes “vejigas” en sus manos, las más de tres picaduras de culebra, y el “filo” o hambre que tenía que aguantar nunca fueron de su agrado. Sin embargo, no tenía otra opción.
“Cuando empezaron a organizarse los grupos de autodefensa para combatir a la guerrilla, no solo yo sino muchos más creímos que podría ser una oportunidad para ganar alguito de dinero, dejar de hacer cosas que no nos agradaban y, de paso, defendernos de la violencia generada por los guerrillos”, recuerda jorque, quien además insiste en que inicialmente las intenciones fueron las mejores, defenderse y protegerse, pero lamenta que con el tiempo las cosas fueron tornándose difíciles para todos. Primero fue el enfilamiento con su consecuente aval por parte de quienes tenían la última palabra, después inició el entrenamiento -manejo de armas, granadas, minas antipersona y otra serie de elementos que garantizarían la preparación adecuada de los militantes-, posteriormente les ofrecían una que otra charla, siempre relacionada con la idea de lo que significa defender a la patria y cómo hacer para acabar con el enemigo, luego los patrullajes y las largas caminatas, muchas de ellas con el objetivo de dar con el paradero de “cambuches” o pequeños campamentos de la guerrilla. La tarea estaba asimilada: “éramos los buenos y ellos los malos a quienes debíamos acabar; a veces en eso nos ayudaba la misma gente y hasta la Policía o el Ejército”, recuerda el exparamilitar.
Jorge admite con tristeza (con algunas lágrimas en sus ojos) que de haber sabido que todo terminaría como concluyó, quizás nunca hubiera dejado el campo aun sabiendo que para él no era lo mejor. Dice nunca olvidar la primera vez que recibió la orden de asesinar. Por fortuna él a su vez la transmitió sin tener que “ensuciarse la manos”, sin embargo sabía que su alma ya estaba oscura. Fue el inicio de lo que nunca imaginó: masacres, muertes, violencia, golpes, abusos y mucho más.
Hoy mira con profundo dolor su pasado, y de poderlo cambiar lo haría aún con su propia existencia. Dice haberlo visto todo, lo inimaginable y más allá; la seguridad de un fusil, la confianza de un arma, el respaldo de unas ideas, la compañía de unos iguales, un poco de dinero, y hasta cierta satisfacción de hacer daño, son el condimento perfecto para enceguecerse y no darse cuenta de lo que significa ser parte de una estructura de muerte tan considerable. Cuánta muerte y sufrimiento causados: “Aunque éramos los victimarios, para algunos no era fácil asimilar lo que sucedía”, relata, toma un respiro y prosigue “vi morir a muchos por nuestras manos, pero también vi a muchos sufrir ejecutando órdenes contra su voluntad por miedo a ser sacrificados. Una orden era una orden, y se ejecutaba o moríamos”.
“Uno nunca termina por acostumbrarse a esa vida; mire usted, yo que creí que el trabajo del campo era duro, y sí, si es duro para el cuerpo, pero haber pertenecido al paramilitarismo ha sido lo peor que le ha sucedido a mi alma”, con estas palabras Jorge no busca justificar sus actos, es consciente del gran o de los grandes errores cometidos, no hay día que no transcurra en el que el arrepentimiento no sea su mejor compañero. Sin embargo, parece que eso no sirve de nada ante la inmensidad de las cosas sucedidas.
“Desde que llegué a Sincelejo, prácticamente huyendo, me he dedicado al oficio del mototaxismo; empecé con una moto alquilada y así trabajé casi ocho meses hasta que pude conseguir la mía propia; sé que no es el mejor trabajo, sobre todo por lo que dicen de nosotros, no solo acá sino en la región. Los mototaxistas somos considerados criminales, y lo que se dice es que la mayoría de nosotros somos exguerrilleros, exparamilitares o delincuentes comunes que pertenecemos a bandas organizadas, y tenemos este trabajo como fachada para realizar nuestras fechorías”.
Quizás Jorge tenga razón, cuántos de los que han asumido como forma de vida andar en una moto todo el día, transportando pasajeros y soportando las inclemencias del clima pertenecieron a grupos ilegales que protagonizaron la violencia vivida en la región. Reconozcamos que Sincelejo no es una ciudad que cuenta con una verdadera política de empleo, a muchos desplazados les corresponde hacer parte de la informalidad e ilegalidad laboral. Aunque también, según Jorge, muchos no tienen ninguna relación con el desplazamiento y con el conflicto: “Algunas son personas que no han tenido que ver con grupos al margen de la ley, pero por la misma situación de pobreza han tenido que volverse mototaxistas, ajá, tienen que llevar el diario a sus casas”.
La vida e historia de Jorge es la de muchísimos que día a día salen de sus casas conduciendo, en la mayoría de los casos, una moto Boxer, se cuadran en alguna esquina, mientras la ley se los permita, a esperar que alguien le solicite su servicio. Hay días mejores que otros, no obstante todos son duros porque como expresa él mismo: “Estar todo el día en este aparato no es vida, soportar humillaciones y mantener siempre dispuesto a enfrentarse con el que sea para no dejársela montar no es nada fácil. La gente nos mira raro, y hasta con razón porque muchos de nosotros no tenemos la educación que hubiéramos querido o la oportunidad deseada, la mayoría crecimos en el campo, nos convertimos en algo que jamás imaginamos y ahora somos esclavos de un trabajo que nadie quiere”.
La vida de muchos compañeros y colegas de Jorge, no es tan diferente a la de él: sin quererlo quizás han tenido que decidirse por un manubrio, un machete o un gatillo.
Jorge se levanta de aquel sitio donde estamos conversando, me dice que podría contarme muchas otras cosas, pero la verdad cree que ya no tiene sentido. Solo espera que la vida, “el de arriba” (en sus palabras) y la gente lo perdonen, y espera que sus hijos puedan tener otras opciones diferentes a las de él. Empuña su mano derecha, extiende su brazo y lanza el tradicional: “conéctate todo bien pelao, ahí lo dejo que ya es hora de almorzar”.