Ahora, cuando los vientos que vienen del mar traen mensajes de reconciliación y se arremolinan en el territorio nacional, algunos colombianos acostumbrados al ruido constante de los tambores de guerra parecen asustados e incrédulos ante la posibilidad de despertar un día en medio del silencio solo interrumpido por los frenéticos sonidos de la actividad urbana o por el sedante murmullo de la naturaleza en los ricos y diversos parajes del territorio nacional.
Ante cada gesto de paz, algunos personajes enceguecidos por personales intereses interponen el freno de la desconfianza y elevan con dramático patetismo, voces que predican engaños, tramoyas y traiciones. Tal parece que las 6.043.743 víctimas de éste conflicto no son suficientes, tampoco lo son 90.000 desaparecidos ni los 23.000 secuestrados en casi seis décadas de beligerancia y confrontación. Hay quienes quieren más balas, más guerra, más muertos, más atrocidades y justifican con sofismas sus odios ocultos, los deseos de venganza y sus afanes de acumular poder explotando el miedo y la desesperanza de la gente, porque como siempre, “Unos agitan el árbol y otros recogen las nueces”.
Éste país de hermoso territorio e inmensa riqueza ha sido acomodado para que unos pocos lo disfruten y la gran mayoría lo padezca. Las balas disparadas por las poderosas armas de los que hicieron de la violencia su forma natural de vida han regado con fuego la tierra actuando con saña para hacerla dramáticamente pobre para la mayoría y riquísima para una privilegiada minoría que obviamente se resiste a creer que un escenario de paz sea posible sin perder lo que han ganado con años de oligopolio y de economía feudal signados por la dominación y el sometimiento.
Caballeros de la guerra, voceadores de batallas, prefieren que niños en el campo sigan siendo arrullados por el tableteo de las ametralladoras y que jóvenes en las ciudades se pierdan en el oscuro laberinto configurado por diversas formas de violencia, enmarañadas todas en una sociedad envilecida e insensibilizada por la dureza de un conflicto sin fin, en donde implícitamente se asume la idea que “La guerra es el estado normal del hombre”. Sin embargo, los vientos de paz son tercos, están ahí, soplan fuerte, se sienten y refrescan, traen esperanzas, contagian de optimismo a los que, contrario a los otros, presienten la voluntad sincera de reconciliación nacional entre rivales cansados de combatir que parecen haber descubierto por fin que el camino escogido para lograr sus propósitos sólo conduce a un abismo de tragedias, fracasos y desilusiones.
La gran mayoría de colombianos, silenciosos, atemorizados o indolentes ante la guerra, ahora sabemos que hay en el horizonte una gran oportunidad de silenciar las armas, de construir caminos nuevos para nuestro desarrollo, de ensayar formas alternativas de explotación responsable y equitativa de la opulencia natural del territorio y asumen con esperanza que este es el mejor tiempo para dejar de ser un pueblo pobre en un país absolutamente rico.
Éste país que se anuncia en los vientos del año nuevo, está preparándose para disparar la última bala de su guerra infinita, aquella que en su recorrido no lleva nombre ni derrama sangre sino que estalla en luces de colores para iluminar el camino de un pueblo empeñado en encontrar el verdadero tesoro que representa convivir en una sociedad cada vez más rica, más justa y más humana.