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Físicamente, su rostro tiene a un mismo tiempo rasgos del rostro de Jean-Paul Sartre y del de Carlos Lleras Restrepo. En el carácter autoritario, típico de los nacidos bajo el signo de Aries, no lejos de cierto sesgo arrogante, ¿y por qué no?, de un insondable toque de soberbia, es más cercano a Lleras. Pero resulta más parecido a Sartre en ese dejo de superioridad conceptual, si se quiere impositivo y a veces dogmático, que nunca ocultó para sus seguidores el escritor existencialista.
Aunque el tono de su voz tiene el acento evidente del bogotano distante y pagado de sí mismo, en el fondo de su corazón es más caribe (o costeño, como dicen los cachacos) de lo que pueda imaginarse ninguno de sus compatriotas. No en vano, su ídolo fundamental es Gabriel García Márquez.
Recordemos que cuando fue alcalde mayor de Bogotá, no solamente hizo erigir una estatua del novelista en la plazoleta del Palacio Liévano, sino que inauguró el Jardín de las Mariposas Amarillas, junto con una exposición permanente sobre Gabo, después de mandar al basurero de la historia los nombres de los invasores coloniales del recinto principal de la Alcaldía para bautizarlo como el Salón Macondo, que aún mantiene su nombre.
¿Y a qué se debe tanta devoción por ese narrador costeño cuya integridad física estuvo a punto de ser profanada por el gobierno del Estatuto de Seguridad, acusado de guardar en su casa armas para el Movimiento 19 de Abril, M-19?
¿Por qué? ¿Por qué Gabriel García Márquez es el más grande escritor colombiano de todos los tiempos? ¿Por qué es el novelista que ha recreado con mayor altura, belleza y veracidad la convulsa historia del país? ¿Por qué es el más genuino épico fundacional que ha producido nuestra América?
Seguramente sí, y seguramente por todo lo anterior, Gustavo Francisco Petro Urrego se bautizó a sí mismo como el Comandante Aureliano, en honor al coronel Aureliano Buendía, el personaje central de Cien años de soledad, cuando militó en el movimiento insurgente M-19. Porque desde ese tiempo, el genial fabulista de Macondo ya era su dios particular. No hay que olvidar que el comandante Jaime Bateman Cayón pidió alguna vez a sus seguidores leer Cien años de soledad en vez de El capital, lo cual pareció una herejía en su momento.
Pero puede haber algo más: las similitudes personales y humanas. Y hasta políticas, porque ambos son hombres de izquierda, a su manera, pero muy firmes en sus convicciones ideológicas. El padre de Petro, como el de Gabo, eran y son conservadores doctrinarios, de pura estirpe laureanista. Por el lado materno, la progenitora de Gabo era una gran admiradora del líder revolucionario Rafael Uribe Uribe; la de Gustavo Petro es fiel seguidora de las ideas del caudillo popular Jorge Eliécer Gaitán.
Y un buen día sus hijos, Gabriel y Gustavo, con el mismo nombre de sus padres, de honda y auténtica estirpe caribe —Gabo, nacido en Aracataca (Magdalena); Petro, en Ciénaga de Oro (Córdoba)—; ambos, de lejana ascendencia italiana y casados con mujeres surgidas del profundo corazón del Bolívar Grande —de Magangué (Bolívar) y de Sincelejo (Sucre), respectivamente—, resultaron de la noche a la mañana, sin por qué y sin de dónde, trasplantados a Zipaquirá, ciudad andina a dos horas de Bogotá, con una enigmática Catedral de Sal, y un mítico ciclista universal llamado Efraín Forero, y donde en medio de un clima glacial y fantasmal, vivieron los momentos estelares de una adolescencia llena de presagios luminosos y sueños exuberantes, los cuales prefiguraron sus destinos colosales e inequívocos.
“Muchos años después”(como empieza Cien años de soledad), en 1982, Gabriel García Márquez conquistó el Premio Nobel de Literatura, y 40 años más tarde, Gustavo Petro Urrego está a las puertas de la presidencia de Colombia por la mayoritaria voluntad popular