El teatro Mogador ofrecía, a finales de la década del setenta, un programa doble con películas de Bruce Lee. La totalidad de los espectadores eran jovencitos que ante el desparche vespertino iban a hacer cola frente al cine, muchos de ellos llevaban chacos y estrellas ninjas que los hacía sentir, sin duda, como un personaje más de Operación dragón o El gran jefe. Gustavo Bolívar era uno de esos jóvenes entusiastas que soñaba con el día en que disputaría una brutal pelea callejera. Antes de dormirse sabía perfectamente que puño iba a lanzar, con que llave iba neutralizar a su rival y en qué parte de la cara le estallaría una patada voladora a su agresor. Sólo esperaba el momento en que tuviera que mostrar todo lo que había aprendido viendo películas de karatecas. Y ese momento llegó. Estaba en su butaca disfrutando de un enfrentamiento entre Sho Kosugi y Chuck Norris cuando sintió que la mano de un hombre le recorría su pierna. Se levantó inmediatamente a enfrentar a su acosador y al descubrir que era diez años mayor que él y mucho más corpulento, lo único que hizo fue mirarlo con miedo y salir corriendo.
Duró encerrado varios días y no volvió al Mogador. El calor sofocante de Girardot ni siquiera lo incentivaba a salir de su cuarto. Afuera estaba la desdicha de ver como su padre, Don Jorge Isaac Bolívar, un médico farmaceuta nacido en Yarumal (Antioquia), decidía matarse a punta de trago, así que el único consuelo que tenía era garrapatear las hojas en blanco de un blog y fue así como terminó, en unas cuantas semanas, su primera novela, El precio del silencio. Tenía 13 años.
Al poco tiempo su padre muere víctima de sus excesos etílicos y su madre, Ernestina Moreno Vargas, una enfermera nacida en Espinal (Tolima), decide irse con sus seis hijos y lo poco que el farmaceuta había dejado para Bogotá. A pesar de que en un primer momento sintió pena por dejar su tierra, para el muchacho el cambio sería importantísimo porque en la capital encontraría en el colegio Antonio Gómez Restrepo donde terminó el bachillerato a Lucía Murcia, la profesora de español que lo convencería de que lo único que quería hacer en esta vida era escribir.
Y eso es lo que ha hecho en los últimos cuarenta años, escribir libretos, discursos políticos, novelas, ensayos, crónicas; la versatilidad de Bolívar parece no tener fin. Sin embargo, lejos de ser un escritor disperso, todos sus trabajos tienen un sello característico: Colombia. El país le obsesiona y por eso, a pesar de que abundan sus detractores y que el columnista Héctor Abad Faciolince, celoso tal vez por el éxito arrollador que había tenido en ventas su novela Sin tetas no hay paraíso, lo tildó hace unos años de “hampón literario” y oportunista, nadie puede negar que, independientemente de su calidad literaria, Gustavo Bolívar es un tipo que investiga y que conoce el mundo de la política como nadie.
De la mano de Enrique Parejo Gonzales recorrió el país y conoció las estructuras del poder. Fue testigo preferencial de la influencia que tuvieron las mafias dentro de los más elevados círculos políticos de este país. Vio cómo atentaban contra la vida de su exiliado maestro en Budapest y cómo asesinaban en Soacha a Luis Carlos Galán. En esos momentos quería volver a ser Bruce Lee para ajusticiar a los perversos que intentaban socavar la moral del pueblo colombiano, pero como no sabía manejar los chacos, ni las estrellas ninjas, no le quedó otra que atacar con su pluma.
Con Unidad Investigativa empezó en 1999 su carrera como libretista de televisión. Cuando preparaba el capítulo que recrearía la muerte de Galán, pudo recoger testimonios de policías que afirmaban haber recibido órdenes de levantar el cerco de seguridad en la plaza de Soacha una vez el candidato hubiera llegado. Por la emisión de este controversial capítulo Bolívar recibió la primera de una larga estela de amenazas de muerte a las que él no les ha parado bolas.
Sordo ante esta presión decide sin miedo empezar en el año 2001 Pandilla Guerra y paz, tal vez la serie juvenil más exitosa de nuestra televisión. Todavía RCN retransmite sus capítulos y es meritorio comprobar que a pesar del tiempo la historia no ha envejecido un ápice.
Pero su éxito rotundo lo encontraría con la historia de Catalina, la niña pereirana que se vale de todos los medios para conseguir el dinero que requiere para hacerse una operación estética. Si la telenovela ha sido vista en más de sesenta países y en una docena de idiomas, la novela se ha convertido en el éxito editorial colombiano más importante desde 100 años de soledad.
El éxito, por supuesto, le traería una oleada de críticas y detractores. Lo declararon, sin juicio, culpable de incentivar la cultura traqueta en el país de Pablo Escobar. Él, no le hacía mucho caso a lo que decían los periódicos, a los patrocinadores que querían levantar la pauta de sus programas. Él tenía la conciencia tranquila y estaba feliz: se había hecho rico haciendo lo que más le gustaba y sin robarle un peso a nadie.
Además sabía cómo defenderse ante los ataques: “Los miembros de los carteles de Medellín, Cali y el norte del Valle no vieron televisión violenta durante su niñez, que es cuando según los psicólogos, se fija el comportamiento en las personas. En la época en la que ellos crecieron la televisión era inofensiva. Se pasaban novelas como Pinina, Topacio, Esmeralda, La María, etc. Otra: en México, uno de los países más violentos de la tierra, hoy, los canales de televisión abierta jamás han pasado novelas de narcotráfico. Nunca, y esto lo pueden corroborar con Tv Azteca y Televisa los canales más importantes de ese país. Y otra más: Entre 1.948 y 1.954 hubo más de 100 mil asesinatos violentos en Colombia, incluso los liberales y conservadores se sacaban la lengua por la garganta y para entonces, la televisión no había llegado a Colombia. Y si nos remitimos a las épocas actuales, las que deberían estar influenciadas por la televisión violenta de los últimos años, debemos acudir a las estadísticas de Medicina Legal para descubrir que las muertes violentas en Colombia vienen sufriendo un descenso vertiginoso desde 2005. De 30.000 muertes violentas de ese año hemos rebajado las cifras a 16.000” esta declaración dada en su momento al periódico El Tiempo, es casi una respuesta definitiva a toda la moralina que han despertado las narconovelas. En ninguna de ellas hemos visto que el malo se salga con la suya. Casi siempre el capo de la droga termina abaleado, preso o arruinado.
Su saga de El capo y Los tres caínes terminaron de apuntalar su reputación de ser una mala influencia para la juventud colombiana. La mayoría de sus críticos caímos en la ligereza de hablar mal de sus series sin siquiera haberlas visto y sin mostrar pruebas reales de que su ingestión convertiría a nuestros hijos en delincuentes. En esa absurda batalla el creador de Sin tetas no hay paraíso salió avante porque con argumentos desmontó esa teoría ridícula de que la descomposición social del país se debía únicamente a las narconovelas.
Desmeritar una serie sólo porque el tema que trata puede ser un mal ejemplo para la juventud es algo anticuado, obsoleto. Es como si en Estados Unidos los guardianes de la moral estuvieran preocupados porque los niños van a querer ser cuando sean grandes Walter White o Tony Montana.
Sería de televidentes maduros superar esa polémica y empezar a tratar el tema desde el punto de vista estético que, la verdad, a mi es el que realmente me importa ¿Es creíble la historia? ¿Son buenas las actuaciones? ¿Está bien o mal dirigido? Pero eso está lejos de suceder.
No es culpa de Gustavo Bolívar que muchas niñas de estratos bajos sueñen con operarse los senos para poder conseguir un partido que las saca de pobres. Él lo único que ha hecho es retratar, a partir de una investigación muy seria y exhaustiva, la realidad. De ahí a pensar en que un niño pueda volverse un asesino sólo porque ve una serie es una ingenuidad mayúscula. En Alemania, durante la década del diez del siglo pasado los niños llenaban los nickelodeons viendo las travesuras de Chaplin, Buster Keaton o Max Linder. Treinta años después muchos de esos mismos niños asesinaron a más de cinco millones de judíos.
A Gustavo Bolívar no le importa demasiado lo que se diga de él. En este momento está enfrascado en su obsesión de escribir guiones para Hollywood. Conociendo su tenacidad y la entrega que tiene, no se me haría raro que éste hombre al que ni siquiera su ausencia de genio le ha impedido escribir y publicar, en los próximos años se convierta en el primer colombiano en haber escrito un guión para un gran estudio norteamericano. La voluntad y la disciplina muchas veces son más importantes que el talento.