Una tarde me escribió. Me dijo que leía mis columnas, que le gustaban. Sentí que toda la lora que había dado durante años había valido la pena. Guillermo Angulo es uno de los pocos amigos vivos de García Márquez. Sabía que había estado en la casa de Fuego 144, en el Pedregal San Ángel en Ciudad de México, el 17 de abril del 2014, una hora después de que el Nobel muriera a los 87 años. Le alcanzó a dar un beso en la frente mientras Mercedes Barcha, con su frialdad de Nefertiti, regañaba a sus invitados: “En esta casa está prohibido llorar; y el que quiera llorar tiene que salir”.
Después de dos almuerzos en El Patio, el restaurante que le servía de oficina en La Macarena, me invitó a su refugio en Choachí. Una casa victoriana que le perteneció a Miguel Abadía Méndez. “A veces, cuando la bruma baja de la montaña, veo caminar al presidente conservador por el corredor de la casa. Sale al jardín, busca el río y se baña en él”: Guillermo Angulo, con la dama de los cabellos ardientes en la mano, recuerda que a Gabo no le gustaba quedarse ahí. La casa tenía demasiados fantasmas y, desde que era un niño, su mamá, Luisa Santiaga, le enseñó a temerle a los pasos silenciosos de las ánimas en pena.
El jardín de la casa es un espectáculo. Pequeños lagos con nenúfares flotantes y las orquídeas que se abren mostrando corazones de colores sicodélicos. Nunca hablamos de Gabo ni del pasado. A Guillermo Angulo le gustan las series. Le gustan Los Soprano, por supuesto. Le encantan las películas de gangsters. Se sabe de memoria Goodfellas. Le gusta todo lo italiano. Por eso sus hijos se llaman Alessandro –eminente director y productor de cine- y Paolo. Su esposa Vanna, encerrada en el laberinto del olvido, el mismo que atormentó a Gabo en sus últimos diez años, es también italiana y su compañía en los días tranquilos en su Orquidioscesis de Choachí. La conoció por los mismos años cincuenta en la que fue un alumno destacado de la Escuela Experimental de Cinematografía de Roma.
En esa época el neorrealismo moría y quedaba la leyenda de su profesor más destacado: Cesare Zabattini, el genio detrás de clásicos como Ladrón de bicicletas. Allí compartió con Manuel Puig, el mítico novelista de El beso de la mujer araña, Fernando Birri y siguió la estela de un joven periodista de El Espectador del cual sabía por su novela, La Hojarasca, y por sus pasos en Roma. Después de tantas vueltas Guillermo Angulo vino a conocer a uno de los que sería sus amigos más íntimos en una pensión en París. El día en el que se conocieron Angulo tomó dos fotos que son consideradas, casi setenta años después del encuentro, los retratos más hermosos de Gabo joven.
La amistad de Angulo y Gabo fue tan profunda que, cuando el autor de Cien años de soldad se enteró que había ganado el Nobel, llamó, abrumado, al fotógrafo para que le quitara un peso de encima: confeccionar la lista de 30 invitados que lo acompañarían a recibir el premio a Estocolmo. Angulo fue su confidente en las cuitas que le trajo la relación tóxica con Tachia Quintanar, la escritora española con la que le fue infiel a Mercedes y con quien vivió sus años más pobres en París, justo cuando escribía su obra más querida, acaso la más perfecta: El coronel no tiene quien le escriba. Gabo, amante de sus amigos, le hizo un favor crucial a Angulo: el 17 de marzo del 2001, mientras iba a su casa en Choachí, un comando de las FARC secuestró a Guillermo. Por su liberación pedían dos millones de dólares, un monto completamente exagerado, inalcanzable para las posibilidades de la familia. Unos días después fue liberado misteriosamente sin que pagara un solo peso. Aunque nunca se lo reconoció, Angulo está seguro que fue la intervención del Nobel la que lo salvó de pasar una larga temporada en la selva.
Después de haber asistido a la apoteósica despedida de Gabo en el Museo de Bellas Artes en Ciudad de México, Guillermo Angulo, en el vuelo de regreso a Bogotá, pensó en escribir un libro sobre su mejor amigo. Desde mayo del 2014 empezó a hacerlo. En el año de la pandemia Juan David Correa, editor de Planeta, lo convenció de terminarlo. Entre sus orquídeas Angulo tuvo la tranquilidad para concluir el poderoso Gabo + 8, una suerte de memoria de un hombre de 93 años que tuvo entre su círculo de íntimos a artistas de la talla de Diego Rivera, Rogelio Salmona, Siqueiros, Obregón y Ramírez Villamizar.
Aunque ya lo vacunaron no he vuelto a su jardín. Lo llamo dos veces por semana. Me recomienda todo el tiempo series de Netflix. Está matado con la televisión escandinava. Gracias a él pudo conocer Borgen, el más genial de los trillers políticos. Sigue durmiendo 10 horas al día, caminando con firmeza y negándose, a sus 93 años, a sucumbir a esa pequeña muerte que es la nostalgia. Tiene tanta fe y energía que sigue proyectándose. Anguleto es el más joven de mis amigos.