Por el bajón de favorabilidad en las encuestas, o por las especulaciones populares que reemplazan el silencio oficial en torno a lo que se acuerda en La Habana, o por la desconfianza que suscitan las Farc con sus acciones y declaraciones, o por la fama de “cañeros” que tienen los jugadores de póker…
Por eso y por mucho más, durante los últimos días, el presidente de la República no ha parado de hablar.
En las revistas, los periódicos, las emisoras, las televisiones… Ahí está Santos.
Salta a la vista que la ráfaga de entrevistas obedece, más que a un acoso de los directores de los medios, a una ofensiva diseñada por los asesores de palacio. Estrategas todos, aunque no con la experticia de la que hace gala su jefe. (“Yo le doy un nombre y usted me da un adjetivo” —recurso periodístico muy socorrido—, le propuso la directora de El Colombiano al presidente, en entrevista publicada el pasado 12 de julio. “En ese momento Pilar Calderón —cuenta la señora Ortiz—, quien estaba atrás observando, entró en la conversación y dijo que esa pregunta no”).Y no.
Tiene claro que si quiere arrancar el segundo año de su segundo mandato con menos languidez que con la que acaba el primero, debe ceñirse al libreto.
Puede uno imaginar las advertencias y ensayos antes del cara a cara con Claudia Gurisatti, directora de noticias del Canal RCN. La distancia entre los dos —por cuenta de los duros cuestionamientos que ella venía haciéndole al Proceso de Paz—, era cada día más grande; los tuiteros y la gente en la calle lo sabían y eso impregnó de morbo, audiencia y repercusión el sonado reencuentro de la semana pasada.
Perfumado de valeriana y con un cartapacio de tuits de CG —por si las moscas—, Santos derrochó encanto frente a las cámaras y frente a la “enemiga de la paz” que, por obra y gracia de la mencionada entrevista, dejó de serlo. Bien armado sí que iba; de un lado los tuits (el garrote) y del otro las “chivas” (la zanahoria). Los anuncios de la inminente liberación del subteniente Moscoso y de la prolongación de la tregua de las Farc, la reiteración de que no habrá paz con impunidad y del plazo de cuatro meses para que la historia interminable acabe, entre otros, adobaron de noticias el momento.
Además del bombazo, claro: el primer paso para desescalar el conflicto es desescalar el lenguaje, soltó. “Dejar la violencia verbal; eso ha sucedido en muchos procesos en el mundo. Dejar de decirles bandidos, narcotraficantes, terroristas. Referirse al contrario de una manera menos agresiva”.
Y se armó la gorda. Como si en este país de eufemismos, hipérboles y diminutivos fuera una novedad dejar de llamar las cosas por su nombre. (Sé por qué lo digo: hace algún tiempo me suspendieron la columna que tenía en un periódico porque, castiza como el diccionario de la RAE manda, utilicé la palabra “culo”). Pero si es que aquí lo políticamente correcto es emperifollar el lenguaje llano: las peluqueras son estilistas; los vendedores de grandes almacenes, asesores de imagen; las maquilladoras, cosmiatras; los ladrones de cuello banco, negociantes; los cocineros, chefs; los sinvergüenzas, seductores y las quitamaridos, seductoras; quienes usen corbata y tacones, doctores y doctoras. Y etcétera.
No nos vamos a escandalizar ahora porque el jefe de Estado propuso sopesar el vocabulario. Basta esforzarnos un tris para entender el sentido de lo que quiso decir. Si él, los santistas, los uribistas, el fiscal, el procurador, Timochenko, Gurisatti…, usted y yo omitimos los calificativos innecesarios, el estado de ánimo general nos lo agradecerá. Lo dicen los couches de neurolingüística: las palabras programan para bien o para mal.
Y mejor aún lo explicó el semiólogo Armando Silva en El Espectador del domingo cuando cambió “desescalamiento” por “desautomatización” del lenguaje. “Cuidar el lenguaje facilita la negociación. Pero sin faltar a la verdad. Si estamos en un proceso de paz, hay que construir otras escenas de lenguaje y representación sin ser mentirosos o falsos, pues eso se devolvería como un bumerán. El lenguaje de la paz es un misterio y puede pasar a ser el protagonista del proceso”.
Debe estar agradecido el presidente con Silva; precisó, complementó y aterrizó lo que él enunció con ciertas limitaciones.
Pues sí. Quitarnos la camisa de fuerza de los adjetivos que llevamos a cuestas desde que empezó el conflicto, es un reto para los periodistas, los más dados a poner y perpetuar etiquetas de cajón. Aceptémoslo.
COPETE DE CREMA: Palabras más, palabras menos, al payaso habrá que seguirle llamando payaso; al futbolista, futbolista; al camionero, camionero…, hasta que dejen de serlo. Y al guerrillero habrá que seguirle llamando guerrillero, al menos, hasta el 20 de noviembre. Total, no habrá cambio de estatus que un “ex” no pueda resolver.