Grefier: malas prácticas, grandeza o gastos indebidos

Grefier: malas prácticas, grandeza o gastos indebidos

La corrupción tiene muchas caras. La peor es la que se esconde detrás de aparentes buenas intensiones, con ocultas pretensiones que prevalecen frente al bien público

Por: JORGE ALBERTO LOPEZ RUIZ
mayo 13, 2020
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Grefier: malas prácticas, grandeza o gastos indebidos

Mala práctica es una que se aparta del acatamiento a los principios, que genera resultados contrarios a la finalidad del Estado, la entidad, el sistema, la operación, el proceso o el proyecto, y que tiene potencial (riesgo) de generar efectos adversos (resultados negativos) sobre esas finalidades. Por ende, la mala práctica puede caracterizarse en conductas negligentes, incompetentes o corruptas (NIC).

Como mala práctica la corrupción tiene muchas caras. La peor es la que se esconde detrás de aparentes buenas intensiones, con ocultas pretensiones que prevalecen frente al bien público. Y repugnante cuando los intereses particulares sustraen recursos que debieran destinarse a solventar las necesidades de los más desprotegidos.

Y ese es el caso en las actuales condiciones de pandemia.

Los sobrecostos en la adquisición de mercados es sin duda una execrable mala práctica, parcialmente justificable, desde la teoría económica por medio de la disposición a pagar (algo así como el aumento racional y aceptado de precios debido a las necesidades y escasez), sin embargo, no es la más perversa.

En la escala de maldad es dable encontrar otras “prácticas” por encima de los sobrecostos. Se puede visualizar en el “robo” de posibilidades de vida actuales y futuras a las personas pobres, claramente visibilizadas en el negocio conocido en el departamento de Córdoba, negociar 5.000 mercados (dándole un viso de corrección, seguramente, sin sobrecostos significativos) pero entregando solo 1.500. Clara la intención de apropiación del 70% de los recursos (bajo el loable propósito de recuperar la inversión de la campaña) ya no es suficiente el 10, 20 0 30% de las buenas costumbres de antaño, cuando la corrupción estaba en sus “justas” proporciones”.

El no merecimiento, característica de las NIC, tiene profundas implicaciones.

Por ejemplo, entregarle un subsidio, a quien no se merece conlleva un efecto directo y automático: quitárselo a otro que sí lo necesita. Hacer un pago indebido a quien no entrega el equivalente en valor, es reducir los recursos del Estado, enriqueciendo a un tercero, en detrimento de las necesidades de la población y del desarrollo social y económico que el Estado está en obligación de atender.

Asociado con ese no merecimiento existe el negocio “ideal”, bajo criterios de racionalidad económica: maximizar la ganancia. Y el mejor método es aquel en el que se recibe el pago o retribución, pero en el cual no se entrega nada a cambio. ¡Máxima rentabilidad!

Es una tipología del “buen negocio” que se ha adoptado por muchos negocios regulares, instituciones y empresas con alto reconocimiento. Por ejemplo, el ideal del negocio de las aseguradoras es recibir y no asumir. De los grandes contratistas, de contratar y no entregar lo contratado, pero si lograr ingentes repagos por las buen estructuradas demandas.

Pero no crean ustedes que esta racionalidad es de ahora, y que recién la adoptaron los políticos de bajas ligas (por que los hay en las altas) de Córdoba.

Sí. Existe una profunda cultura de hacia el “buen negocio”, el negocio ideal, recibir mucho a cambio de poco o de nada.

Lamentablemente ese negocio ideal, propio de las huestes políticas, de los negociantes orientados en la apropiación de lo público, sin contraprestación, es una mera y no completa manifestación de las peores prácticas. Existe una enorme falta de merecimiento al interior de las entidades públicas, que no se ven como corrupción. Pero lo son.

Veamos.

Existe otra práctica que, en dicho sentido, se encuentra a la vista de todos, pero que por lo mismo no es vista. Una “mala práctica” que permanece, muta y aupada por esquemas de mala gerencia se niega a atenuarse. Se ilustrará con el siguiente caso real:

A una ÍA, entidad pública, llegó una directora de oficina. Tal funcionaria aparecía de manera esporádica. No daba orientaciones, direcciones, instrucciones. No propuso nada en relación con desarrollo de los procesos o tareas de la oficina. Se circunscribió a rodearse de un pequeño grupo de funcionarios que le hacían las tareas ordinarias, leer los correos y responder las comunicaciones.

La señora llegó, pasó y se fue. La oficina mantuvo su producción normal hizo lo de siempre y continuó tal cual como había funcionado antes de ella. Y como siguió funcionando sin ella.

Si ella no hubiese estado o pasado por allí, las cosas hubiesen sido tal como fueron. Así ese paso fue innecesario y la entidad se hubiese economizado más de $1.500 millones que costó esa no gestión durante cuatro años. Esos millones hubiesen tenido, frente a los fútiles resultados, mejor destinación (merecimiento) en la alimentación, la salud o el   mejoramiento en condiciones o posibilidades de vida actuales o futuras de niños, ancianos o pobres.

Y este es un solo caso. Multiplique en la nómina pública, sin entrar en honduras sobre otras decisiones de gasto completamente improcedentes, por un buen número de gerentes, directores, asesores y funcionarios que no retornan en resultados con valor lo que el Estado les paga.

Y aún más lamentable que esa mala práctica, de poner en la dirección de las entidades a insignificantes (por sus resultados) gerentes, se esté gestando y mutando con aumentos innecesarios de planta de personal, sin que a las plantas básicas se le haya exigido la generación de los resultados equivalentes a los pagos realizados.

Dicha práctica, presumiblemente opaca en épocas normales, no tiene justificación en esta época de enormes necesidades, excepto, claro está, para el pago de favores.

Pero cuando el motivador de asumir un enorme gasto improcedente (gasto que no genera valor agregado o no contribuye a la finalidad), es meramente el pago de favores, sin que medie el compromiso y la consecución de resultados de al menos el tamaño del gasto, nos encontramos ante la peor cara de la corrupción.

Se necesita una buena dosis de grandeza para que las gerencias de las entidades públicas en general (y la ÍA referida arriba en particular) reconozcan que solapar dicha práctica no los hace menos corruptos; para que honestamente asuman la decisión de no gastar indebidamente los recursos, reintegrar los no estrictamente necesarios, exigir resultados con valor agregado a la planta de personal e incorporar el principio del merecimiento en todas las decisiones de gasto e inversión. Eso haría la diferencia. Eso sería grande.

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