En el Organismo de Control (OC) de finales de los años 80 se había avanzado en el modelo ídem basado en la auditoría financiera, había pasado por la operativa y se incursionaba en la auditoría integral basada en los criterios de las tres “E” (economía, eficiencia y eficacia), de la oficina de auditoría del Reino Unido (NAO). Esta experiencia se reflejó en algunos aspectos conceptuales que dejaron huella en la historia de las finanzas públicas.
En algunas reuniones con el DNP, en el cual se trató el tema de cómo abordar el control fiscal a un programa de enorme importancia en esa época, el Desarrollo Rural Integrado, una cuenta del DNP que después se independizó en el Fondo DRI, se dieron las primeras pautas y orientaciones que desde el OC se expusieron y que promovieron un dejo de modernidad financiera al Presupuesto General de la Nación. Elementos como programación más allá de la vigencia, uso de flujos de caja que rompieran con algo que se llamaba acuerdos cuatrimestrales de gastos y otros que pretendían que el presupuesto fuera de ejecución plana, en doceavas. Estos y otros elementos se reflejaron en la Ley 38 de 1989.
Otro aspecto que se insertó en esa “modernización” dentro de la Ley 38, provino de un elemental aspecto de racionalidad financiera: la plata de la inversión se debe asignar a los “proyectos” que sean más “rentables”. No es racional destinar recursos a “perdedores” como había venido haciéndose hasta esos momentos. Era corriente encontrarse con “elefantes blancos”, proyectos que no se evaluaban juiciosa y técnicamente previa a la decisión de su financiación, proyectos sin retorno y proyectos que nunca se cerraban ni que generaban beneficio (¿Les parece conocido?).
Es pues que la Ley 38 incorporó un modelo de gestión, evaluación y control en los proyectos de inversión pública: el Banco de Proyectos de Inversión (BPIN). Este tenía como propósito recopilar las iniciativas de proyectos nacionales y regionales, susceptibles de recibir recursos.
Con el patrocinio del Banco Mundial y del BID, la Universidad de los Andes y el DNP se desarrollaron instrumentos para el sistema del Bpin, mediante los cuales se establecían criterios técnicos de medición de los costos y beneficios que permitieran evaluar con un numerario común los proyectos candidatos. Esto es, poner en una misma unidad de medida los flujos de los proyectos y, de esa manera, tomar las decisiones para que los mejores proyectos (los más rentables) fueran financiados.
La “rentabilidad” era evaluable desde tres dimensiones, la financiera (precios de mercado), la económica (precios de mercado ajustados a precios económicos o sombra) y la social. Esta última debía incorporar ciertos criterios “sociales” como redistribución, consumo de bienes “meritorios” y equidad. El DNP tenía un compromiso de llevar la metodología hacia criterios sociales. Nunca cumplió. Meramente le cambió la denominación a la evaluación económica por social y ya.
La dimensión económica era una etapa posterior a la financiera y previa a la social que equivale a comparar el aumento de bienes y servicios agregados (beneficios) al conjunto de la economía por el proyecto y los consumidos (costos), es decir en flujos “económicos”.
Aun sin la dimensión social, la relación económica entre el beneficio y el costo (que necesariamente debería ser positiva para que se considerara el proyecto) permitía, bajo una unidad de medida común, determinar el grado de aporte de los proyectos competidores y de allí hacer la selección a los que se proyectaban más exitosos.
Sin embargo…
El reconocimiento de la importancia del aparato político imbuyó que de los recursos disponibles para inversión, y seguramente para mitigar en algo el impacto de la Constitución de 1991 que golpeó la mala práctica de los auxilios parlamentarios, se dejara un pequeño porcentaje, 10%, al que se le llamo de libre destinación, en tanto el 90% se sometía a la competencia: se asignaba bajo el criterio de la rentabilidad económica (que no debe confundirse con la financiera).
El Gobierno de la época inició un proceso de (des)gobernabilidad (desmonte), trastocando los porcentajes de libre destinación, aumentándolos, para darle cabida a las iniciativas del Senado.
Un buen instrumento se convirtió en un mal chiste: mutó a mero requisito
Con la orientación de ese gobierno y su técnico ministro de Hacienda, el procedimiento que se adoptó se centró en que primero se toma la decisión que luego se adorna con una ficha del banco de programas y proyectos. Se cumple el requisito (forma) más no la esencia lógica en las decisiones de asignación de recursos.
Actualmente, la libre competencia si bien puede llegar al 10% de los recursos de inversión, en tanto las “iniciativas” consumen el 90% o más de esos recursos, con los resultados que estamos conociendo en referencia al uso, destino, retornos indeterminados y malos manejos de los cupos indicativos.
Un buen instrumento mutó en una mala práctica.
Toda esta historia para ilustrar alternativas del OC, que ante el propósito de convertirse en “un organismo de control modelo”, ha realizado un inmejorable papel como modelo. Pero modelo para fotos.
El control no es auditoría. Tampoco “vigilantería”, ni fotografía. Y menos” hallazguería”.
Un control “como debe ser” detecta las malas prácticas. Las ataca, las mitiga, las contiene y las reduce. Además, identifica y desarrolla las buenas prácticas y se convierte en el promotor, garante y guarda de su implementación, sostenimiento y evolución.
Cuando los depositarios de la responsabilidad pública del control tengan la inteligencia para reconocer que el control es más que fotos de modelo; que tienen otros espacios en los cual debe y tiene que actuar, será pequeño paso para el modelo y un enorme salto en el camino correcto para el control “como debe ser”.
Buen día, buena jornada
Y que Dios siga perdonando a los modelos.