El Estado está desfinanciado
La ecuación que idealmente busca balancear el ingreso con el gasto está desequilibrada (siempre lo está) en grado sumo: Las condiciones económicas mundiales, la caída de los precios del petróleo, los costos derivados del aumento de la depreciación del peso, la reducción del PIB, el gasto público estructural (y casi inamovible), el aumento de la deuda (y su costo) de la tasa de interés y de la inflación, son simultáneamente causa y efecto (en ciclos cada vez más veloces) que atentan en contra los resultados del Estado y del bienestar que debe caracterizar la finalidad del mismo.
La ortodoxia básica trata estas condiciones con medidas igualmente ortodoxas: Aumento de Impuestos (no siempre ingresos y menos aún recursos), aumento de tasas de interés y leves reducciones (¡la austeridad!) de los gastos, generalmente, de inversión. Con todo, la ecuación siempre ha estado y continuará desbalanceada, en un desequilibrio que aumenta y profundiza las condiciones de inequidad y las posibilidades de un mejor bienestar para la gran mayoría de la población.
Existe la posición de entrever las finanzas del Estado como un elemento sesgadamente aritmético, de ahí la falta de sensatez con la cual se maneja este aspecto. No se aprecian los recursos, estos son meramente ingresos, prevalece la cultura orientada al gasto (no de inversión en su sentido de generar valor). La gestión de recursos y del gasto no tiene una clara y comprometida orientación a la construcción de resultados con valor agregado, con lo cual se contribuiría mejor a la justicia y la equidad en línea con la consecución de la Finalidad.
Alternativamente a la visión simple de las finanzas del Estado, existe un modelo que vincula varios aspectos, no meramente aritméticos que propone una manera alterna de ver el quehacer del Estado, sus instituciones y organizaciones: la pauta FiGi.
Cómo se reconoce la pauta
Una auditoría realizada finalizando los años 80, a una empresa petrolera afrontó la revisión de los costos y gastos, que por esa época bordeaba el billón de pesos, que aunque ahora se antoja una cifra normal, por esa época, sin computadores, sin Excel y a punta de lápiz, era una actividad a la cual no se abordaba de manera sistemática y plena. La cobertura fue, para concluir, de más del 70% de las operaciones y los resultados conllevaron, entre otras, al pago de un mayor valor de impuesto de renta por cerca de $70 mil millones de la época.
Pero la principal enseñanza fue la de encontrar que esa empresa era una “gastona”.
Existía en la empresa por esa época una cultura del gasto caracterizada no hacer economías en la adquisición de bienes y servicios, justificada en la calidad que aseguraba la seguridad, dados los altos riesgos en la operación de la industria petrolera.
Esta explicación, que era del todo plausible para la operación “dura” de la actividad, presentaba una frontera no definida para aquellas operaciones “no duras”, y que bien podrían ser objeto de reducción en el gasto.
Pero, ¿cuál podría ser el criterio para determinar en qué tipo de bienes y servicios se debe prevalecer la calidad sobre el costo y en cuáles debería prevalecer un criterio no tan laxo?
Una ronda de cuatro años en la cuales se realizaron auditorías financieras y de proyectos financiados con la banca internacional en 70% de las entidades públicas nacionales, permitió concluir que la cultura “gastona” estaba presente en todas esas organizaciones, pero sin el sustento ni los argumentos de calidad. Es más, esa experiencia permitió ensamblar una frase que fue cierta en esa época y aún se mantiene: “El Estado paga más de lo que recibe y recibe menos de lo que paga”.
Comparando con las orientaciones que una buena gerencia tiene en el sector privado, el sector público se (des)caracteriza por no tener definida ni asumida la Finalidad (el para qué: deber ser – deber hacer); no cuidar los recursos que pueden o tienen potencial para convertirse en ingresos; estar inmersa en una cultura del gasto (entiéndase como agotamiento de recursos) y por no tener una orientación para sembrar (invertir) en la formación futura de valor y recursos.
La pauta
El ejercicio de un auditor se sirve de ciertos criterios y principios que le ayudan a formular sus conclusiones y recomendaciones e incidir (si no, ¿para qué el control?) en una mejor gestión.
En el sector privado la finalidad hacia la que convergen las actuaciones y la gestión está alineada a la rentabilidad y el agregar valor al inversionista. En el sector público, un criterio equivalente no es tan preciso por la multiplicidad de objetivos que van más allá de la mera rentabilidad.
La pauta FiGi, identificada desde la experiencia del gasto, corresponde a un criterio auxiliar que sirvió en principio para entender el quehacer del Estado y de allí tomar una posición de auditor gubernamental.
La pauta reconoce una línea de conducta o actuación teórica, de un sujeto enfrentado a conflictos económicos:
F: identifica la finalidad (el eje y la razón del ser, del hacer y del lograr de cualquier ente); I: requiere generación de recursos e ingresos; G: reduce de los gastos y los transforma en costos; I: y, destina los aumentos de ingresos y ahorros de recursos hacia la inversión orientada a la Finalidad.
Dicho de otra manera, una buena gestión de lo público tiene que considerar la conjunción del deber ser con el deber hacer (la finalidad), obtener y aumentar los ingresos, mitigar, reducir y racionalizar el gasto transformándolo en costo que sirva a objetos que aumenten, valor a través de la inversión.
Cuatro aspectos en Colombia atentan contra la juiciosa aplicación de esta pauta
Primero, no hay compromiso ni se actúa en concordancia con la finalidad (del Estado). Es más, muchas entidades y funcionarios no conocen cuál es la finalidad y por ende se toman decisiones que van en contra de la misma.
Segundo, la gestión de los recursos se reduce a explorar hasta los límites las fuentes más fáciles de gestionar (impuestos). Los proyectos que se catalogan como de inversión rara vez producen rentabilidad o mejoramiento costo-eficiente de las condiciones generales de la población. Además, cuando se salen de la norma (producen excedentes o utilidades) son regalados al sector privados (caso Isagén). En tanto, se hace mutis con los formatos de evasión y elusión (ver Paola Ochoa, “No nos crean tan pendejos”, El Tiempo 10-01-2016).
Tercero, está arraigada la cultura de gestión basada en el gasto.
El poder del Estado o mejor de sus instituciones y sus gerentes reside en el poder del gasto. La gestión es el gasto.
El decidir sobre la destinación, cantidad, beneficiarios y objeto del gasto atrae, motiva y genera una serie de fuerzas políticas y sociales que no siempre están alineadas con los principios constitucionales (las Es) ni orientadas a la finalidad. Ello conlleva el que los denominados gastos improcedentes sean la norma.
Por ejemplo, al revisar la ejecución presupuestal en cualquiera de las entidades del sector público y evaluar el aporte a la finalidad que tiene cualquier gasto seleccionado (eventos, capacitaciones, seguros, adquisición de vehículos, arrendamientos, publicidad, publicaciones, asesorías. obras, mantenimiento y un largo etc.) se podrá concluir que muchos de ellos son suntuarios, costosos, cuestionables, excesivos, superfluos y que se caracterizan por ser “in” (infundado, innecesarios, inútiles, inservible, injustificados, inconvenientes, improvisados, etc.). No es difícil encontrar que la mayoría de ellos no contribuye a la generación de resultados con valor agregado y menos a la consecución de la finalidad.
“Estado Gastón, sin orientación”.
Cuarto, la opacidad, mala calidad y manejo de la información.
En esta línea se encuentra la práctica arraigada de disfrazar los excesos de gasto bajo rubros que no corresponden (una especie de peculadito), tal como hacer aparecer sentencias como gastos de origen (inversión) o desviar la vista de sus excesos dándole la connotación de gastos de inversión a muchos que efectivamente son de funcionamiento.
Un tipo especial de gasto improcedente tiene que ver con el modelo de ocultamiento del ingreso dejado de percibir por gabelas tributarias. El gasto tributario está rodeado de opacidad administrada, presuntamente para reducir la indignación pública, que implicaría la evidencia de la profunda inequidad que tiene el sistema tributario.
El cúmulo de gastos improcedentes disipa el efecto, dispersa esfuerzos, le pega a múltiples objetivos (aún más a los perversos y de aprovechamiento particular): se dispara a muchas partes y no se impacta en los objetos que más y mejor contribuyen a la consecución de la Finalidad.
Pertinente esta reflexiones, en los momentos en los cuales el Gobierno está (una vez más) haciendo un llamado a la austeridad. Es un llamado de mentiritas, que va en contra de una verdadera política pública que se centre en el tema de (reducir) los gastos improcedentes.
Una posición seria en este sentido debería pasar por la formulación de una (super) política pública relacionada con el gasto (identificación, limitación, reducción y eliminación de los improcedentes), y no la coyuntural manifestación mediática para momentos de coyuntura.
Cada una de las entidades, debería insertar funciones de evaluación, análisis y control de costos con claros metas de conducir el proceso del gasto hacia su transformación en costos (asociados a proyectos) llevando el gasto improductivo a su mínima expresión.
Y los organismos de control debían enfocar mucho de su actuar el torno la Pauta y menos en la tradicional y mera verificación de saldos.