Hoy por hoy, la pregunta más sensata no es si un contrato (todos los contratos) está(n) afectado(s) o infectado(s) por malas prácticas CiiNs (por corrupción, incompetencia, imprudencia y negligencia), sino en qué medida está descompuesto y qué proporción del mismo está retornando al sector público productos (bienes o servicios) equivalentes a los recursos que el contrato consume. O visto en su anverso, en qué proporción el Estado no está recibiendo valor por los contratos que paga.
Presumiblemente hay muy pocos contratos que retornan el justo valor; algunos que justifican un gasto improcedente con algún producto, esto es que ofrecen cualquier producto a un costo exorbitante y muchos que no aportan ni contribuyen de forma alguna a la generación de bienes y servicios públicos o a la equidad de los mismos. Y la más perversa categoría de todas, aquellos contratos que solo generan desvalor, externalidades negativas y destrucción de recursos públicos.
El volumen de recursos perdidos en la contratación, esto es pagos que no generan algún retorno en productos, es excesivo.
Desde asignaciones de nómina (es un contrato laboral) con los cuales solo se meramente se obtiene la presencia de algún servidor o directivo público en su puesto de trabajo sin más; los contratos de prestación de servicios con los cuales generalmente se asumen tareas o actividades que se están pagando en la nómina; los ahora famosos “aunar esfuerzos” para cualquier cosa (que no representa bienes y servicios efectivos o necesarios para la finalidad del Estado); y, hasta pomposos y defendibles macro contratos del tipo concesiones, pavimentados (a precios de oro) de coimas), pero ausentes de vías de buena calidad cuyo más evidente producto es la aminoración de las posibilidades de bienestar de los ciudadanos.
Ampliamente conocidas, no hay respuesta ni voluntad para eliminar las malas prácticas en la contratación pública. Y livianas soluciones, cuando las hay, son risibles.
Las únicas manifestaciones, de las anunciadas pero elusivas soluciones, pasan por uno que otro hallazgo con pomposos anuncios (con foto en algún medio de cualquier alto funcionario) y del monto del tumbis aparente (siempre es mucho más costoso), una lista de presuntos implicados y, si la cosa se administra bien, procesos fiscales o penales que duran décadas y que meramente alcanzan a recuperar una ínfima porción del daño perpetrado y la consabida casa por cárcel para los responsables.
Nunca se ha castigado un incompetente ni menos a un negligente.
Y menos, se diseñan y aplican soluciones para que las malas prácticas no se repitan. Solo así se entiende cómo conductas, perfiles, tipologías y hasta protagonista de malas prácticas identificadas se repitan y emerjan periódicamente. Y hasta simultáneamente.
Me temo que el (vano) esfuerzo de todos los instrumentos y agentes de control están mal enfocados. Hay muchos esfuerzos y gastos (igualmente infectados con malas prácticas) que no rinden ni su propio valor. Por ende, no se cumple con el propósito teórico del control.
Lo que comúnmente se conoce como control no es sino una leve justificación de un gasto que proporciona puestos a patrocinadores y amigos, y que brilla por la ineficiencia, incapacidad, indolencia y la poco o nada inteligencia de sus operadores para el beneficio colectivo, pero sí la excesiva inteligencia para beneficiar a unos pocos.
El producto más tradicional, la alharaca mediática por la identificación de un hallazgo esconde la evidente verdad que la propia sociedad conoce y reconoce: ¿y dónde están las acciones para las otras situaciones, la corrupción consentida y los casos que la entidad de control no puede o no quiere ver?
El producto que sí es evidente en cada caso anunciado y mala práctica que sale airosa es el mensaje que “el tumbis si paga”.
El ejercicio de control gubernamental se ha venido contaminado del modus operandi de la disciplina del derecho, en la cual lo importante no es la esencia sino la forma. Cualquier “malo” que cumpla el procedimiento, así los resultados sean desastrosos está cubierto y exculpado de antemano, no es responsable, corrupto, negligente ni incompetente. Cumplió los requisitos.
Cuan necesario es desempolvar una vieja e inaplicada norma constitucional que hace énfasis en que el control, además de gestión fiscal, debe abordar el control de resultados de la administración. La lógica inherente derivada del artículo 119 de la Constitución es que la administración debe generar resultados.
Los puristas de la manipulación exegética de los términos consideran y aplican que los resultados son el gastarse los recursos. Por eso es común que el presupuesto público siempre hace mención del gasto. Es decir, los recursos deben gastarse. Y cuando se gastan se está realizando el propósito de la administración pública. Y la esencia de la gestión pública se queda ahí, en cuanto a resultados.
Sí, un resultado desastroso es un resultado. Pero no es un resultado pertinente y conducente al cumplimiento de finalidad estatal. Por lo cual el resultado exigible a la administración pública debe calificarse y cuantificarse como aquel que agrega valor.
Así, un reenfoque al ejercicio del control gubernamental debe abordarse hacia el control de resultados. Para ello el instrumento corresponde, más que evaluar el cumplimiento de la formalidad y los requisitos en la contratación pública, es el identificar el producto, sus costos y, necesariamente la relación beneficio costo de la misma.
Un verdadero control y una gestión de lo público centrada en los resultados es una decisión ajustada a las condiciones, el mandato constitucional y el propósito de reducir las CiiNs y una manera para reformar la gerencia de lo público, de tal manea que esta se oriente a la disposición de productos públicos (bienes, servicios y externalidades) en términos eficientes y equitativos. Y apara ello no se requiere de veinte volúmenes de normas, reglamentos y procedimientos inanes. Solo requiere de la voluntad de hacerlo y menos chistes.