El gran show de la semana pasada fue el 44 festival del capitalismo global que, año con año, se celebra en Davos. Empresarios, directores y gerentes de las empresas transnacionales más poderosas, jefes y exjefes de estado, políticos, billonarios y personajes del cine y la farándula, que el Financial Times llama la élite global, se reunió este año bajo signos de perturbadora ambigüedad. De un lado, aliviada por la aparente superación de una de las crisis económicas y financieras de alcance planetario más profundas que, además se prolongó por algo más de cinco años. Pero, del otro, preocupada por signos ominosos de diversa naturaleza. La indignación contagiosa de una cohorte juvenil, quizás la mejor educada de la historia humana, que se ve despojada de futuro y horizontes existenciales y que, en consecuencia, se ha tomado con gran bullicio lugares públicos de alto simbolismo en Madrid, New York, Estambul, Rio de Janeiro, Sao Paulo… El ascenso electoral del populismo de derecha en Europa o la aparición y el éxito fulminante entre los votantes del partido Aam Aadmi en India, cuyo líder, como Janio Quadros en el Brasil de 1960, usa la escoba como insignia de la corrupción que debe barrerse. Y cuando desacelera el crecimiento de China, uno de los motores de la economía mundial, su clase gobernante está sumida en un terrible escándalo de corrupción. China que, como bien se ha dicho, ofrece el gran modelo contemporáneo de capitalismo sin burguesía pues el papel de esta lo desempeña una férrea y centralizada burocracia comunista.
El informe central de Davos 2014 fue encargado a la prestigiosa organización no gubernamental Oxfam. Es un documento sobre la desigualdad extrema que avanza implacable en nuestro mundo, digno de una lectura atenta y desprejuiciada que ya desde el mismo título nos alerta sobre lo que acontece a la sombra de la globalización: Gobernar para las élites. Secuestro democrático y desigualdad económica. Los datos son apabullantes. El 1% más rico de los terrícolas posee casi tanto como el otro 99%, o sea que 85 personas tienen tanto como 3.500 millones. Para no ir muy lejos: “Carlos Slim, propietario de grandes monopolios en México y otros lugares, podría pagar los salarios anuales de 440.000 mexicanos con los ingresos que genera su riqueza.” En ese pasaje pienso que en Colombia y en México saldo mis cuentas telefónicas con sus empresas y que en estos días recibí una factura de Claro (Colombia) por un servicio que cancelé a mediados de diciembre pasado. El acto de cancelación tardó mucho pues la señorita del mostrador de la oficina de Las Nieves no entendía por qué lo hacía, pese a que le dije una y otra vez que saldría pronto del país.
Davos, como pasarela de presidentes, llámense Santos, Peña o Rouhani, banaliza las realidades que denuncian y analizan informes como este de Oxfam. En parte porque los políticos, en su confluencia sistémica con los mundos de los negocios, de mil y una formas secuestran la democracia, contrabandean los principios, se hallan coludidos con las minorías que poseen la gran riqueza, independientemente de la forma jurídica: corporaciones, individuos, grupos familiares.
“Los mercados no son entes autónomos y espontáneos que funcionan según sus propias leyes naturales. En realidad, son construcciones sociales con leyes establecidas por instituciones y reguladas por gobiernos que deben rendir cuentas ante los participantes en el mercado y los ciudadanos. Cuando existe crecimiento y reducción de la desigualdad es porque las leyes que rigen los mercados actúan en favor de las clases medias y de los colectivos más pobres de la sociedad. Sin embargo, cuando solo ganan los ricos, es porque las leyes se están empezando a inclinar exclusivamente en favor de sus intereses.” Eso plantea el Informe; si uno lo dijera en una conversación de almuerzo, los colegas pensarían y alguno hasta diría: ese es un discurso populista. Lo curioso es que un informe del Fondo Monetario Internacional del 2010 dice básicamente lo mismo
Tal es el dogma de nuestro tiempo, la idea que proclama la neutralidad absoluta de las ciencias sociales, las burocracias estatales y los políticos que las ponen a su servicio. Se ha vuelto prohibitivo escudriñar los campos en que políticos, gerentes de grandes empresas y bancos, empresarios paradigmáticos y fabricantes de opinión traman sus intereses en nombre del bien común. Se suele investigar la “política” separada de la “economía” y las dos aparte de la “sociedad” y de la “cultura”. Las agendas investigativas, en particular las que requieren financiamiento, no van por el lado de trazar el cuadro completo, de armar el rompecabezas. Exaltan la especialización que, en sí, es necesaria.
No niego que cuando los jefes de estado usan la pasarela de Davos estén haciendo un ejercicio de relaciones públicas útil y con potencial diplomático. Pero “vender la marca-país” no es lo mismo que la gestión pública difícil y dispendiosa para cerrar brechas sociales que amenazan el crecimiento sostenido, la paz y la viabilidad de la democracia. En América Latina, que no se raja del todo en el Informe, Colombia, aparece como uno de los países donde aumentó la desigualdad económica, particularmente en los ocho años de Álvaro Uribe.