Patricia presentía que estaba embarazada. Caminó hasta la farmacia más cercana para comprar una prueba rápida. Google ya lo sabía: sería mamá. José, adolorido y molesto, no quería que nadie lo supiese: su matrimonio de diez años y dos hijos, se había desmoronado. Quiso ser muy discreto con el asunto, por eso su sobresalto al ver cómo su pantalla era invadida de publicidades de sitios y aplicaciones para solteros. Por años, Alicia en su trabajo, como parte de un ritual cotidiano, abría Spotify. Esa mañana, una pequeña ventana le hizo un par de recomendaciones de nuevas cantantes. Se sorprendió al darse cuenta de que la aplicación parecía conocerla mejor que su novio; la relación terminaría un par de semanas después. Alex se estaba preparando para decírselo a sus padres en el almuerzo. En el taxi, las manos le sudaban y sintió que le faltaba el aire, bajó el vidrio para poder respirar mejor. Desde 2019, Facebook ya lo incluía como parte del segmento poblacional LGBTI.
Cuando me enteré, todo empezó a tener más sentido: las redes sociales no son tan solo redes inofensivas de interacción humana. Tanto estas tecnologías, como otras plataformas, cumplen un propósito mayor más allá de albergar una comunidad de humanos aburridos. Buscan, con sobresaliente éxito, algo más simple: conocernos mejor; incluso mejor, que nosotros mismos. Para lo cual, y sin esfuerzo, se nutren y engordan con un alimento diario, continúo y gratuito: nuestras publicaciones.
Así lo concluye Christian Ruder en su libro Dataclismo. El matemático de Harvard y fundador de una aplicación de citas, revela una verdad tan incómoda como evidente: las redes sociales y otras plataformas afines, son sistemas de recopilación de información demográfica sobre sus usuarios (una forma de Big Data). Por otro lado, los sospechosos algoritmos detrás de esas tecnologías, son la forma en que estas toneladas de datos son organizadas, jerarquizadas y, por supuesto, aprovechadas. Cada comentario, cada foto, cada preferencia, es una pista para estos sabuesos invisibles y rabiosos.
Respecto a los propósitos comerciales de esta acumulación y organización de información, la transacción entre los usuarios y las empresas propietarias de las redes es muy sencilla. Las aplicaciones ofrecen un servicio elemental y atractivo: conectar amigos, escribir breves opiniones, conocer noticias de inmediato o simplemente participar de la coreografía de moda. Y en contraprestación, abrimos las puertas de nuestras vidas privadas a la mirada atenta de los demás usuarios y, por supuesto, de la misma aplicación. Pocas restricciones aplican. Mientras todo es observado y anotado, dentro de las entrañas de cada tecnología se define quién es quién, qué se debe estimular y qué desincentivar; y sobre todo, quién compraría qué. A partir de precisar cuáles son nuestros intereses y comportamientos se determina una posibilidad de consumo. Nuestras vidas son la base del negocio.
Y aunque hace rato supe que nada en la vida es gratis, las reflexiones de Ruder despertaron en mí cierto nivel de conciencia sobre lo que sucede detrás de una experiencia, en principio, inofensiva. Debo admitir que me sentí en desventaja y algo tonto. Pero también supe que debo asumir gran parte de la responsabilidad por, al menos, ser una víctima indiferente y dócil. De alguna forma, me lo merecía.
En todo caso, es sumamente peligroso que tanta información sobre nuestras vidas, incluyendo nuestros secretos más íntimos, sean propiedad de empresas que rara vez demuestran tener algo de escrúpulos en sus decisiones. Y lo más grave es que sobran evidencias de que el uso irresponsable de la Big Data no solo sirve para manipular la venta de productos, también es muy útil para manipular democracias (Facebook), procurar ataques de ansiedad en adolescentes (Instagram) y discriminar personas por su raza, atributos físicos o discapacidades (TikTok).
En definitiva, sería prudente preguntarse si, sabiendo que se trata de una relación tan desequilibrada, se está haciendo lo suficiente para evitar ser cada vez más vulnerables e indefensos ante estas empresas y tecnologías. Y aunque desde hace mucho son conocidos los alcances y riesgos de entregar tanta información, es muy poco probable (y triste) que estemos en la capacidad de hacer algo al respecto. Un like vale más que mil advertencias.
@CamiloFidel