Pensemos en lo más simple: la Revolución Francesa inventó un modo de organización y de manejo de las sociedades modernas creyendo que la libertad, la igualdad y la solidaridad harían del planeta un escenario en el que la humanidad, dejando atrás las imposiciones caprichosas y atrabiliarias de las monarquías, encontraría modos justos y amables de establecer relaciones entre quienes pensaban y actuaban de modos diferentes.
La invención del Estado moderno, entonces, supuso hallar acuerdos para que quienes habitaban en una nación pudieran vivir sin aniquilarse mutuamente. Los contratos sociales proponían darle lugar, oportunidades y derechos, reclamando además el cumplimiento de ciertos deberes, a los asociados de cada Estado. Además, establecían procedimientos para decidir quiénes gobernarían la nave del Estado para cumplir con los propósitos del mismo.
Nuestros pueblos, sin embargo, e independientemente del continente o el país que habiten, se dejaron convencer de que gobierno y Estado son una y la misma cosa. En Locombia los gobernantes inventan que actúan en nombre del Estado, pero cada uno de ellos piensa en una agenda personal, o de partido, o de gremio, para tomar decisiones sobre qué conviene y con respecto a qué se debe legislar. Los llamados “ciudadanos de a pie” suelen creerles, y aceptan sus dictámenes o en ocasiones presionan para que se concedan paliativos para las circunstancias adversas que enfrentan cada día en sus hogares, en sus trabajos, en sus barrios, en la atención de aquello que la vida les impone como obligación o como necesidad.
Pero el Estado debe ser una construcción colectiva, y trascender el tiempo y la visión de los gobiernos. Estos últimos responden a coyunturas, y disponen de un período relativamente corto para actuar. Además, responden a sus electores (que no son toda la sociedad) y se esfuerzan por satisfacer las demandas o las aspiraciones de quienes comparten determinados intereses o puntos de vista. En general, no se gobierna para todos los asociados sino para aquellos que comparten una ideología.
El Estado debería abarcar a toda la población de una nación, aunque sabemos que los gobiernos tienen sesgos y responden a determinados grupos o sectores de la sociedad.
Como no nos sentimos Estado, dejamos que los gobiernos inventen que actúan en nombre de toda la sociedad, y aceptamos que lo hagan suplantando las visiones y las aspiraciones de grupos diversos. Entonces sucede lo que padecemos: una protesta social desemboca en la destrucción de bienes del Estado (que no del gobierno); quienes reclaman un poco de justicia procuran enfrentar y vencer a quien gobierna, pero no actúan como representantes del Estado (que deberían ser todos los que lo integran), y entonces se debaten entre quienes responden a sus intereses particulares y quienes se sitúan en una orilla diferente.
Y nos perdemos, y perdemos la idea de que hay escenarios e instancias y lugares en los que podríamos tener el poder de actuar como ciudadanos de un Estado.
El Estado es patrimonio de quienes pertenecen a él, o es nada. Destruir lo que se considera expresión de un gobierno (una dependencia de la policía, una estación del transporte público) es una equivocación: se destruye el patrimonio de quien actúa, se atenta contra quien imagina que gobierno y Estado son una y la misma cosa.
Si no somos Estado no somos nada: estamos a merced de gobiernos (partidistas, sectoriales, ocasionales). Y cuando no somos Estado dejamos que los gobiernos desgobiernen: por eso en Locombia no asumimos compromisos con la justicia, por eso reclamamos que el gobierno (no el Estado, que somos todos) atienda a nuestros requerimientos, por eso aspiramos a que los aparatos judiciales reparen lo que sabemos que se hace mal.
Duque no es el Estado, es solo un gobierno (como el de Santos, como el de Uribe, como el de Gaviria). Nos han hecho creer eso, y hemos aceptado que no somos Estado. Delegamos en los gobiernos (transitorios) el poder de actuar.
¡¡¡Es necesario que nos imaginemos Estado!!!