Petro no vincula de manera directa “doctores” a su gobierno, porque puede pagarles más como contratistas de consultoría. Por ejemplo, el buen pastor Saade, que cobra como si hubiera descubierto cómo multiplicar los panes y los peces.
Su favorita, Mazzucatto, confesó que ese oficio que ella representa constituye “la gran estafa del capitalismo”. Mientras negocia a su antojo con nuestro presidente, recuerdo la Paradoja del Mentiroso, que indagaba si era verdadero o falso lo proferido por alguien que afirmaba estar mintiendo, y la serie “House of Lies”.
Onerosos, los contratos de consultoría tumbaron a Colombia; muchos se mimetizaron adoptando el nombre de “misiones”, o fueron delegadas a “comisiones” que tampoco terminaron diseñando ni implementando las genuinas reformas que se requerían. Por cierto, el actual MinHacienda ha contribuido a la mayoría de esos fiascos (LaRepublica.co, 29/1/2024), que no corrigieron el mediocre PIB, el exiguo poder adquisitivo ni la insensible desigualdad.
Retomando, las instituciones públicas son clientes apetitosos para los consultores, pues así han podido deformar a los estados y convertir al planeta en un lugar cada vez más disfuncional e insostenible. Todo eso lo han capitalizado a través de su intervención en las empresas, donde incrementaron la improductividad por cuenta de las reestructuraciones -en los cocteles se etiquetan como downsizing-, que sobrecargaron a quienes no quedaron desempleados.
Aunque hay una abundante diversidad de asesores, todos están cortados con la misma tijera. Y muchos se dedican a promocionar escalafones o certificaciones, que incentivan la degradación de los medios y los fines de la calidad, pues desvirtúan el mejoramiento continuo y pueden acreditarse pagando “comisiones” a los auditores, que ocultan la destrucción de valor.
Nada de esto tiene algo de nuevo. De hecho, resabiado por la Gran Depresión del siglo pasado, Keynes ya había advertido que el mercado no premiaba la excelencia sino la apariencia (Beauty Contest). Semejantes vicios contagiaron a las descalificadoras que administran la injusticia socioeconómica, señalando con sus “índices” lo que está bien o mal, como Moody’s, Standard & Poor’s o Morgan Stanley, que alteran el ánimo y estandarizan la pobreza, avalando mercados degenerados e inversiones opacas, que globalizaron el malestar.
Las consultorías son tan subjetivas que hasta las tecnócratas defraudan, según demuestran los puentes quebrados por la ingeniería financiera, y las recurrentes violaciones a la triple restricción en los proyectos de tecnológicos, cuyos retrasos, sobrecostos y defectos se materializan sistemáticamente como caídas, divisiones o sesgos en sus sistemas.
Lucrativas, sus contrataciones son objeto de eterna discordia, y sus resultados son usualmente infaustos. Sucede con las licitaciones y otras convocatorias públicas, como aquella para elegir contralor o fiscal, porque operan cual Juicio de París: como «record-eris», en venganza por haber sido excluida de una celebración, Eris sembró la discordia confrontando a 3 diosas que disputaban un arbitrario reconocimiento superlativo, transando sobornos.
Así funciona el capitalismo democrático. Sin propender por la igualdad ciudadana ni el equilibrio de poderes, cada rama funge como apoderada de egos predeterminados y vende ficciones ideológicas. Ahora, hasta las depauperadas universidades ofrecen consultorías, coincidiendo “quienes tienen nada que enseñar con quienes no quieren aprender” (Man and Superman - A Comedy and a Philosophy, Shaw), porque “es difícil que alguien asimile algo, cuando su salario depende de que no lo entienda” (Candidate for Governor, Sinclair).
Una minoría disfruta del éxito desproporcionado; en su mayoría, lo que ostentan se lo deben a la suerte, la trampa o la mala evaluación. Entretanto, el resto de la humanidad padece el denominado “síndrome del impostor”, creyendo que no “merece” prosperar, por falta de estima, abuso en la exigencia o desesperanza aprendida, ante una realidad que reproduce con fidelidad aquello que criticaba el tango Cambalache.