La turbulencia política no puede ser reducida a una suma de eventos casuales del bloque hegemónico de ultraderecha, por agotamiento de su proyecto de poder, tampoco, a una suma de imprudencias por inexperiencia o incomprensión técnico-política de los equipos del gobierno popular en gestación.
El bloque tradicional centra su legitimidad en la dominación, basada en la costumbre y obediencia de sectores sociales y políticos, manipulados para hacer presión en distintas partes e instituciones al mismo tiempo, temerosos de perder espacios controlados o de influencia en el sistema de justicia, que cada semana, le lleva a juicio o prisión a uno o más de sus principales dirigentes comprometidos en el asalto al Estado.
Mediante el uso intensivo de medios y el despliegue de voces unánimes contra el gobierno popular, coordina acciones para mantener en jaque y acoso la gobernabilidad, impide las reformas al estado y bloquea la acción articulada de burocracias y políticos de la gobernanza popular.
Ante la falta de proyecto hegemónico, agotado por su sistematicidad en la degradación y precarización de derechos “la consigna es joderle el proyecto” (Brecht), a la primera experiencia de poder popular, como proceso de autoridad del pueblo y del gobierno legítimo, orientado a eliminar desigualdades, garantizar libertades y dotar de sentido la dignidad humana.
El poder popular no tiene experiencias previas de gobierno total de la nación, porque en 200 años de república, lo único conocido ha sido el poder de élites, edificado sobre adhesiones y alianzas entre menos del 1% de las familias del país, aseguradas en el Estado para mandar, dar órdenes y decidir por los demás, sin frenos, ni obstáculos.
Son familias que se heredan poder y riqueza, apellidos repetidos en el álbum del poder, tatarabuelos, tíos, hijos, nietos, clanes, que se rotan entre sí su “bien común” llamado Estado, de manera lineal, continua, de facto. La función pública es su tablero de ajedrez con peones, alfiles, caballos y rey(es) que piden (exigen) y reciben obediencia, distribuyen cargos, asignan presupuestos.
De la mano del modo de poder basado en la costumbre, las instituciones que son la base de la estructura del Estado, han transitado por entre la constitución del 91 sin reputación, credibilidad, ni confianza. Algunos ejemplos ilustran. La Contraloría con David Turbay (1994 y 1998) fue para muchos la entidad más corrupta (peculados, puestos para clientelas, tramas de falsedades) en 2006-2010 con Turbay Quintero todo repitió y en 2022 su titular fue destituido y tras 8 meses de dilaciones el Congreso no ha elegido.
La fiscalía general con Camilo Osorio (después embajador en México) quedó manchada de paramilitarismo y falsos positivos y a pesar del esfuerzo de trabajadores y profesionales no supera la constante impunidad del 94%, y de colofón sus últimos dos fiscales (N. Martínez y F. Barbosa) agregaron nuevos espionajes, desviaron sus roles hacia persecuciones y sedición, y su militancia los alejó del sistema judicial y de la ética.
La procuraduría con A. Ordoñez relevado del cargo después de tres años de un proceso viciado con decenas de recursos dilatorios, médiums, fantasmas y oraciones, minó la confianza, su sucesora igual. En las cortes de justicia nació el cartel de los togados.
El Congreso de la república (Cámara y Senado) fue la institución más corrupta en 2002, sobrefacturación, contratos fantasmas, favorecimiento a empresas familiares, vinculación de asesores sin formación, coimas, peculados, tráfico de influencias, incumplimiento de su tarea de gestión legislativa.
A su cuestionamiento se sumó la llegada del 30% de congresistas paramilitares y parapolíticos, 51 fueron a prisión (2006-2010) en similar cifra a los 52 jefes paramilitares presos todos ellos, dirigentes de partidos tradicionales (liberales, conservadores, C. Radical, U, otros).
Al inicio del gobierno popular en 2022 el 100% de instituciones y entidades del Estado estaban bajo control del poder sostenido por la costumbre y con profundos cuestionamientos, que redundaban en baja credibilidad y muy precaria reputación y confianza.
Trasparencia en su informe 2016-2020, concluyó que la corrupción efectiva era el principal generador de desconfianza ante el Estado, luego de categorizar y sistematizar 967 hechos reportados por 2026 notas de prensa nacional. Corrupción es “abuso de posiciones de poder o de confianza para el beneficio particular de actores legales o ilegales en detrimento del interés colectivo”. El 53% de estos hechos ocurrió en Bogotá, el resto en Atlántico, Antioquia, Santander y Valle del Cauca. El 44% fueron hechos de corrupción administrativa, 27% política, 20% privada, 10% judicial.
Por entidades el 32% ocurrió en el gobierno nacional, 27% alcaldías, 12% sector privado, 11% gobernaciones, 9% judicial, 5% rama legislativa. El saqueo del Estado comprometió 92,77 billones; se robaron 13,67 billones y a cambio de impunidad se recuperaron 4,94 billones de pesos. Entre 2016-2020, niños, niñas, adolescentes, estudiantes y sectores vulnerables, fueron los más afectados.
La corrupción impidió el bienestar de 14 millones de personas (30% de la población del país) a quienes estaban destinados estos recursos públicos o privados saqueados por altos cargos, directivos, jefes políticos, gobernantes.
La gran mayoría de estos y otros como reservistas de la época de los falsos positivos, promueven una “guerra sucia”, que conjuga protesta opositora (a la que no mutilarán sus ojos, abusarán, ni asesinarán), reuniones preparatorias de un golpe, creación de frentes de seguridad “solidaria” (reinvención paramilitar), acoso del control, unidos para “joderles el proyecto y tumbarlos del gobierno”.
La corrupción hecha costumbre ha sido parte del poder hegemónico, en provecho propio y de “patronos” afectando el goce efectivo de derechos y bienestar. Una herramienta esencial de lucha contra la corrupción es la ética.
El poder tradicional hegemónico incrustado en las instituciones por dominación burocrática, mantiene funcionarios y trabajadores subordinados a jefes que actúan como emperadores que se sobreponen a la condición racional y técnico formal de estas, ideologizan sus actuaciones y sirven como servidores del interés material y político del grupo de poder.
De esa costumbre se aferran para focalizar al presidente con su poderosa y efectiva estrategia de medios-política-administración. La actual “guerra de baja intensidad” (todavía desarmada), ataca las técnicas de poder del naciente gobierno popular débil en gobernabilidad, pero con la legitimidad de 11 millones de votos en espera.