Diariamente contemplamos registros noticiosos de aberrantes formas de violencias contra las mujeres. Unas brutales, como el asesinato de Rosa Elvira Cely; otras más sutiles, como la justificación impune de tal atrocidad por parte de la Secretaría de Gobierno de Bogotá; y otras escalofriantemente ocultas, como la muerte en Bogotá de una mujer embarazada mientras esperaba una ambulancia que no llegó. Todas guardan un patrón común: la complicidad gubernamental por acción u omisión.
La Ley de Prevención y Sanción de la violencia contra la mujer define ésta violencia como ´cualquier acción u omisión, que le cause muerte, daño o sufrimiento físico, sexual, psicológico, económico o patrimonial por su condición de mujer´ e incluye la pérdida de derechos de las mujeres como parte del daño patrimonial. Es decir, negar derechos es una forma de violencia contra las mujeres. Al respecto, el estudio sobre tolerancia social e institucional de las violencias contra las mujeres reconoce que “bajos niveles educativos relacionados con la pobreza retrasan el empoderamiento femenino y este hecho favorece la violencia. Las mujeres deben permanecer en relaciones abusivas por sus bajos ingresos y por temor a empeorar la situación para sus hijos e hijas”.
El estudio Política fiscal y género, señala que el abandono por parte del Estado de las actividades denominadas de Economía del Cuidado, como el acompañamiento y cuidado de niños, enfermos y adultos mayores, conlleva a que estas actividades sean descargadas en las mujeres de manera no remunerada por fuera del mercado, todo ello bajo el halo ideológico de los “roles de género” que presenta dichas actividades no como un trabajo, sino como un “deber” de las mujeres.
Las cifras son contundentes. La medición económica elaborada por el DANE del Trabajo Doméstico y de Cuidados No Remunerado Realizado al interior de los Hogares determinó que si los hogares pagaran por estas actividades, el valor equivaldría al 20 % del PIB y que dicho trabajo no se distribuye de manera justa, pues el 79 % de estas actividades las realizan mujeres; al comparar el tiempo destinado a este trabajo se encuentra que al día en promedio, los hombres le destinan 3 horas y diez minutos, mientras las mujeres dedican 7 horas y 23 minutos, situación menos dura para las mujeres con mayores niveles de educación e ingresos y más cruda para quienes son madres o no pueden contratar a otras personas para realizar estas actividades. Sumado a lo anterior, el desempleo en las mujeres es casi el doble que en los hombres y existe una brecha salarial en materia de género del 21% en perjuicio de las mujeres.
Las mujeres que acceden al mercado laboral se concentran en los sectores económicos más informales, reciben salarios menores que los hombres y están sometidas a una doble jornada, que el DANE estima en promedio en 13 horas al día (5 horas por encima de la jornada legal). Por otro lado, la exclusión del mercado laboral potencia otras formas de violencia contra la mujer, pues las confina al aislamiento social y les impide ´acudir a la solidaridad de las personas cercanas, no pueden contrastar su experiencia con otras mujeres y descubrir las posibilidades de vivir una vida sin violencia´. Situación que empeora en tanto se profundiza la destrucción del empleo y la producción nacional por cuenta del modelo económico neoliberal.
La negación de derechos por parte del Estado constituye una forma de violencia contra las mujeres que sirve de caldo de cultivo para la aparición de otras formas de violencia como la física o la psicológica, ante las cuales concurre la tolerancia estatal, definida como el ´conjunto de actitudes, percepciones y prácticas de las/os funcionarios públicos que favorecen y perpetúan la violencia contra las mujeres, incluyendo la omisión de los deberes estatales de restitución de derechos, protección, prevención y erradicación así como la perpetración directa de actos de violencia por parte de actores institucionales´
Esta tolerancia configura un mecanismo para reproducir violencias contra las mujeres. La evidencia señala que en los servidores públicos de Bogotá persiste la caduca idea según la cual, si ellas conservaran el rol al que han sido relegadas -“cuidadoras del hogar”- serían menos agredidas por su pareja; reproduciendo así una ideología que confina a las mujeres a trabajar más sin recibir salario. Por fortuna, esa idea ha sido rebatida durante siglos por los movimientos en defensa de los derechos de las mujeres.
El caso del secretario de Gobierno de Bogotá, Miguel Uribe Turbay, debería servir para corregir estas prácticas censurables. Corregir el concepto jurídico emitido por la oficina jurídica de su despacho culpando a Rosa Elvira Cely de su violación y posterior asesinato, sería apenas el primer paso. El segundo, si se trata de corregir el camino, debe ser asumir su responsabilidad política, presentar su renuncia y sembrar un precedente de cero tolerancia frente a las violencias contra las mujeres, un gesto de decoro que haría bien al propósito inexcusable de erradicar este mal.